De un solo golpe, de esos que se tiran con el dorso de la mano, le abrió una grieta sobre el labio. El dolor se hizo latido y angustia, pero él ya se lo había advertido: «sigues con la cantaleta de que busque los mandados y te vas a arrepentir ».
De hecho, mientras lo veía alejarse, se recriminó en un murmullo. «Bruta, ¡bruta que soy! », y recogió la libreta que le lanzó y fue a parar debajo de la mesa, y se fue al baño para enjuagarse la herida, y se dijo a sí misma como mismo hace cada vez que sucede que nadie es perfecto. Se llama Alina y no tiene más familia en Santa Clara. El miedo le apagó la voz. Apenas existe.
Leisy sí existe, pero a medias. Es pequeña y negra, y siempre ríe con ganas, como si el mundo fuera un lugar enteramente feliz. Un día le dijeron que nació con «don de gente ». Se le da muy fácil acercarse a los demás y establecer un vínculo inmediato, así que decidió dedicarse al trabajo con público. Eso hizo. O sea, eso intenta.
«Parece que las negras bajitas no “encajamos†en algunas profesiones. Ya me cansé de las entrevistas con dueños de bares y de paladares, y hasta parece que algunos restaurantes del Estado aplican la misma política. Todos quieren muchachas blancas, jovencitas, de pelo claro y fino y buena figura. Para mí y para las que son como yo quedan las ofertas como cocineras u otra opción detrás de una pared, donde nadie nos vea. Al menos en lo referente a los servicios gastronómicos, estamos en completa desventaja ».
De desventajas conoce Marian. Aunque vino al mundo apenas tres minutos después que su gemelo, en la casa quedó claro que lo único semejante entre los dos hermanos serían los apellidos.
A Marian no la enseñaron a nadar, «para que no sea atrevida »; su hermano es de los que se lanza en picada en las pocetas de El Nicho. A Marian le dijeron que, si quería jugar, las amiguitas tendrían que venir a su casa, «porque las niñas no andan por el vecindario »; en séptimo grado, su hermano ya iba solo a los campismos. A Marian la educaron en el temor a la vida que se traduce en recelo hacia el amor; su hermano enfermó de gonorrea a los 14. Los padres, aunque preocupados, reían por lo bajo. «Se nos hizo un hombre ».
Se habla de violencia de género. Se condena en carteles. Se marcha una vez al año. Jornadas y congresos van y vienen, pero las golpeadas, las discriminadas, las invisibilizadas, siguen ahí. No en el noticiero o en Telesur, sino en la casa del frente, en la oficina o entre tus amigas. Y a pocos parece molestarle; al menos, no demasiado.
No quita el sueño porque la violencia explícita y simbólica se ha legitimado como cosa cotidiana. Educamos a los varones sobre la razón de que «a las hembritas no se les pone un dedo encima », pero, continuamente, la sociedad levanta barricadas que se formalizan en instituciones que habrían de protegernos.
La familia determinó, desde siempre, que la atención a los padres ancianos corresponde a la hija, así sean diez hermanos; el matrimonio es cosa de dos, aunque la responsabilidad de cuidar lo que esa unión funda se establece en una proporción 90-10; la ley protege a las madres con hijos pequeños, pero muchos jefes prefieren ascender al hombre antes que a la mujer con esposo y un par de niños enfermizos. «No rinden igual », dicen.
Eso sí, en determinadas fechas, los medios se repletan de entrevistas y reseñas ñoñas sobre la elevada condición de ser mujer: la vaquera, la maestra de escuelita rural, la que opera una alzadora de caña, la piloto, la que creó una vacuna. Según lo veo, el objetivo es hacer notar el esfuerzo extra y no el talento. «Son capaces de lograr lo mismo que un hombre »â€¦ y se supone que asumamos la idea como halagadora revelación.
Ahora se habla de la campaña «Ni una menos », y los hechos y cifran llegan a la isla como ecos de otro mundo. ¿Feminicidio? término referido al asesinato de mujeres por razón de su sexo, quizás, pero muy, muy lejos de aquí.
Para tratar el tema, los periodistas nos apoyamos sobre los informes que elaboran, anualmente, decenas de organizaciones internacionales. Ahora mismo le puedo decir que, según las Naciones Unidas, cada año son asesinadas 66 000 mujeres y que el 21% de las muertes de féminas, a nivel internacional, se debe a la violencia de género. De hecho, tengo ante mí las estadísticas actualizadas de cada país latinoamericano, incluyendo las cifras de casos cuyos culpables quedaron impunes.
En ese mapa horroroso no aparece Cuba. No por inmune, que conste, aunque nuestros números no son comparables con los de Honduras, Argentina, México o Guatemala. Sin embargo, la gente escucha, habla y participa en una cotidianidad donde la tragedia de «ellas » se anula bajo la indiferencia: «entre marido y mujer…. », «esas son cosas de familia, ¡ni te metas! ».
Queda entonces el silencio. El de las abusadas, que pocas veces denuncian. El de quienes las rodean, que lo asimilan. El de la sociedad, cuando acepta, normaliza y reproduce los patrones violentos que atacan y rebajan a las mujeres.
En Cuba sí existe voluntad para derribar estos monstruos, ya sea desde el punto de vista jurídico, científico y social. Faltan, por tanto, el empeño masivo por educar bien, por preconizar la igualdad de boca hacia adentro y no como discurso maleable. Faltan humanidad y amor al prójimo, y valor para decir ¡BASTA!, ya sea en voz de las que sufren o de los que callan.