
Sentado en las sucias escalinatas, un señor esperó pacientemente que abrieran el Coppelia de Santa Clara. Llovía y él, acatarrado por la humedad, trató de escabullirse más allá de los límites impuestos por la silla y la tira que obstaculizan el paso de los clientes. Al instante, un súbito aullido y exageradas gesticulaciones de una dependienta exigieron orden en el recinto. «De la tira para allá », y sus gritos trazaron exactamente la frontera.
El señor, más asustado por la vergí¼enza que por las libras de fría llovizna en su camisón, cumplió la imperativa «sugerencia ». « ¿De qué es el helado? », se atrevió a decir. Valiente él. Un par de miradas metálicas demostraron que aquella pregunta estaba de más. No hubo respuestas. Al rato, otro de los empleados haló la silla y un agudo chirrido contra el piso dio apertura al centro gastronómico.

¡Ay, el maltrato! O mejor dicho, el no trato, que ha devenido forma superior. ¿Quién no ha llegado a una tienda de divisa, a un bufete colectivo, a un telepunto, a una farmacia e, incluso, a un hospital y se ha topado con dichas humillaciones? ¡Cuán frustrante resulta ser la víctima!
Largas esperas en el mostrador a la escucha de una «entretenida » charla de la dependienta; servicios de mala gana; ofensas a clientes, sobre todo a ancianos, que no logran entender explicaciones; «colados » al amparo del «amiguismo »; y otros tantos problemas que apuntalan las faltas al respeto colectivo. Así, mientras los conciudadanos de este país jugamos al depredador y su presa, la barbarie de la «selva » comienza a engullir valores institucionales yhumanos.
Las diferentes formas de violencia institucional para acuñar un término son una cruel ironía ante el pomposo eslogan de «el cliente siempre tiene la razón » que, por azar, aún alcanzo a leer en algunas dependencias estatales de los servicios.
Somos nosotros, cubanos de la misma semilla, los que agobiados por el día a día asumimos pacíficamente el maltrato. Y somos también nosotros los que juntos crecemos con las frustraciones de la crisis económica, los paupérrimos salarios, los conflictos del transporte, las extensas colas para comprar alimentos, etc. Pero, no han de ser los problemas de este país el salvoconducto para justificar los censurables comportamientos que a diario sufrimos.
En el cuentapropismo alguna vez deposité mis esperanzas de un mejor servicio. Pero luego de varios años constatando la experiencia amén de las excepciones resulta que tampoco logra cumplir las expectativas de sentirnos a gusto: no magullados, no despreciados. Hay que cavar, cavar profundo, porque el problema es de raíz.
«Violencia engendra violencia », comenta el viejo refrán. Muchos victimarios, nacidos en medio de la crisis de valores, no logran sino reproducir modelos de conducta heredados de su tiempo. En ese caso, no hay extrañamiento ante el grito, las negativas, la ignorancia o el soborno, porque les son naturales: se añaden «por defecto » a su stock de elementos «morales ». Nos toca revertir esa falsa herencia que la modernidad vende como legado.
En dichos casos de violencia institucional hay ciudadanos que intentan vindicar su imagen apabullada. Mas encontramos jefes que, amparados por un supuesto chovinismo, apoyan la actitud reprobable de sus empleados y dejan sin salida al cliente, paciente o simple transeúnte, desamparando la esperanza de apelar a la civilidad. Entonces, resulta sarcástico mirar que en un rincón yace, olvidado, semiescondido, el buzón de quejas y sugerencias.
Otra arista del tema nos entristece al notar que algunos modulan el trato teniendo en cuenta no más conceptos de jerarquía económica. ¿Quién no ha sentido la furia de ver en sus propias narices cómo determinados dependientes priorizan a un cliente extranjero? Es denigrante. Y vergonzoso es aceptar que sean las especulaciones monetarias las que rijan las relaciones entre los seres humanos.
Quien ejecuta el mal trato no piensa que ese desconocido, a quien no tiene las ganas de atender correctamente, puede ser la maestra que con mucho amor enseñó a leer a sus padres o hijos; el médico (sin bata) que salvó a un accidentado también desconocido para él; el chofer que garantiza en su ómnibus la seguridad de su pequeño, o la auxiliar que mantiene limpia la escuela: gente toda que carga la ingratitud del anonimato.
Entonces, a veces me pongo a pensar en cómo fuera nuestra sociedad si existiesen leyes que obligasen a (bien) tratar a los otros. Mas esa utopía se pierde en mis ridículas cavilaciones. Reclamemos el respeto y el buen trato, porque somos de la misma semilla.