
En muchos parques y espacios públicos cubanos prolifera ahora la uniformidad. El hecho, como trasciende en muchos sitios villaclareños, tiende a la búsqueda del mal gusto, a la fealdad, como «belleza » interpretada en funcionalidad y estética. Ejemplos sobran.
A veces pienso en el rejuvenecimiento de émulos de Andy Warhol, el hombre que transformó el arte en negocio, y acuñó que «la razón por la cual estoy pintando de esta manera, es que quiero ser una máquina ». Así ocurre cuando no se intenta crear algo nuevo, original y perdurable y se siguen dictados de publicidad y, hasta cierto punto, de «oficio » sustentado en cambios.
Todo abunda: desde rejas hacia lo vertical e inabarcable, o bancos y cestos para la basura, con identidades similares; hasta pintores de brocha gorda que ignoran la idiosincrasia específica de un lugar determinado, y no van al detalle.
Días atrás unos niños, con la mano en la boca, se asombraban cuando apreciaban los bocetos de un mural en una pared en Santa Clara, y no distinguían lo que allí se pretendía representar.
En nuestras ciudades abundan murales y bellas esculturas que, en ocasiones, son desprotegidas y hacia ahí debemos tender nuestra vista más definida. Esas «joyas » por lo que definen en espacios públicos son adulteradas.

Nada queda reñido con una época y las condicionantes socio-culturales que las tipifican, pero persiste una ausencia de medida e imposición de efectos en los valores del arte. Un tiempo atrás hubo una repulsa porque el monumento «A las Madres », en Zulueta, de la autoría de Gabriel Roberto Estopiñán Vera, fue revestido con lechadas de cal. No importó entonces que constituyera una de las escasas esculturas que existan de ese artista en el país.
Dicen amigos que la pieza colocada allí durante el primer lustro de la quinta década del pasado siglo (el primer lustro de la década del 50 del pasado siglo) ya no era igual en mensaje y belleza a los orígenes. Pensaron los autores de la barbarie, sin estudios previos de significación o trascendencia, que el «blanco » con sus atributos resaltaría a la vistosa escultura.
No pasó mucho tiempo del hecho cuando niños, animados por familiares y con asesoría artística, invadieron el parque y tomaron por «asalto » el monumento, para restituirle los valores autóctonos. Fue un acto contra la «novedad » y la imposición.
Algo similar ocurrió con el exclusivo «Cangrejo » de Gelabert, en Caibarién, cuando en los años finales del siglo anterior lo «pintaron » con un afán desmedido para «legarle » atractivo. Menos mal que hubo un coto a tiempo.
De esa localidad aparecen ahora dos momentos con iguales códigos, como estímulos para muchas interpretaciones. Uno está relacionado con la escultura «Madre Mía » (1953), conocido además como «Monumento a las Madres », original de Carlos de la Era. Otro caso análogo está en el sencillo busto sobre un pedestal que recuerda a Nicolás Díaz con Z y no S, como dice la tarja, último mambí villareño, quien murió el martes 12 de diciembre de 1989, y su memoria se perpetúa en las intercepciones de las calles Céspedes y Zayas.


El insurrecto, alistado desde niño en la Brigada de Remedios bajo las órdenes de los Mayores Generales José González Planas y Francisco Carrillo Morales, era de piel negra, de ébano puro. Entonces, ¿por qué embadurnar el busto de blanca pintura cuando en realidad jamás fue idea o concepción del artista, y mucho menos, representa la identidad verdadera del hombre recordado allí?


Los que llevaron adelante estos trabajos tienen directivos con encargos estatales, pero desconocen las raíces y las historias de cuanto albergan los espacios públicos. Lo peor, como acontece en otras municipalidades, es que no se ataja a tiempo ni se frena esa fuente de mensajes e interpretaciones en las que, en nombre de la belleza, señorea el mal gusto.
De Caibarién salgo con otro sabor raro, luego de contemplar nuevamente el Arpa que engalana la cúpula de la Glorieta del parque «La Libertad », desprendida en septiembre pasado con las ráfagas de vientos que dejó el huracán «Irma » en su paso por el territorio costero.


La centenaria Glorieta es objeto de una prolongada, casi indefinida restauración. Ojalá que la concluyan pronto. Sin embargo, el Arpa otra vez volvió a su lugar, y nadie se percata que está inclinada y no derecha, como es su justo sitio.
Todo se traduce en engañosamente ambiguo cuando emprendemos una acción estética carente del detalle, el equilibrio y la precisión. El espacio público, principalmente en parques de nuestras ciudades, reclama mayor respeto en el cuidado y atención a las esculturas que allí se exhiben.