
Muchos de los residentes en plantas altas confiesan que la mayor desdicha es el sube y baja de escaleras, pero no crean, tampoco quienes viven en bajos encuentran siempre la armonía necesaria para enfrentar el curso de los días con plena satisfacción.
Todo depende de los vecinos, en un mundo en que lamentablemente el sentido de la convivencia navega por el infortunio de la pérdida de tantos valores.
Cuántas veces el patio de los de abajo constituye un reservorio de platillos voladores de todo tipo, desde un tubo pesado que puede terminar con la vida de alguien en el momento de la caída hasta antenas, frazadas de piso, alfombras, etiquetas de galleticas, caramelos o muestras de papel higiénico que emprenden el vuelo hacia destinos equivocados. Es también el reservorio para alguna que otra lata de refresco o cerveza tirada al espacio, y como es natural, la puerta abierta que ven los pequeños si no quieren ingerir algún alimento y deciden arrojarlo hacia la planta baja.

Qué decir de esas duchas inesperadas de agua que cae cuando se limpia en la planta superior, se riega una matica, y los vecinos no piensan que esa agua va hacia abajo; también esas colillas de cigarros que viajan al vacío y hacen «canasta » en el patio de la vecindad hasta llenarlos de todas las marcas, con filtro o sin él, apoyados en el mal hábito de aquellos que tiran los cabos sin importarles si el de abajo tiene ropa colgada o algo que pueda afectarse.
¿Sería muy difícil picar una latica de refresco o de cerveza y convertirla en un improvisado cenicero en caso de que no existan originales?
Y uno de los problemas agudos y más reiterados concierne a las filtraciones. En muchos casos traspasan los límites y llegan a convertirse en verdaderas inundaciones, pero entonces se evade la responsabilidad porque no se quiere asumir la realidad, y comienzan las teorías de si pudiera ser derivada de esto o de lo otro.
Señores, hasta ahora nunca cae agua de abajo hacia arriba, y si de escape del líquido se trata y traspasa una placa, el hecho es ocasionado por problemas existentes en pisos superiores y cercanos a una fuente de agua, ya sea un inodoro, una bañadera, un tubo roto o mal colocado, entre otras causas.
Conozco un caso que estuvo tres meses con habitaciones llenas de cubos y calderas para recoger aquel continuo aguacero, mientras los causantes se aferraban a teorías injustificadas. En resumen, las paredes de esos cuartos se afectaron totalmente y en los techos se aprecia un pedazo con la blancura anterior y otro con la mugre negra provocada por el desastre.
Más complicado es el cuadro de los edificios multifamiliares. Imagine cuando la causa depende de un quinto piso. Y en este tipo de edificaciones las problemáticas se agudizan con las jabas de desperdicios tiradas desde lo alto, o lo que es peor, con el excremento de algunos que todavía crían cerdos en bañaderas o en pequeños espacios de esos habitáculos.
Si bien la infancia necesita de esparcimiento, no dejo de reconocer que hay padres inconscientes que permiten a sus hijos escandalizar de manera descomunal o hacer una competencia a ver quién da mayor cantidad de golpes en el piso. ¿Acaso han pensado que el vecino de abajo no tiene por qué soportar esos actos? ¿Dónde están los adultos que pueden encauzar a los menores y hacerles comprender que no están en una piscina imaginaria ni en un complejo de pistas a sus anchas?
Pero la situación puede agravarse cuando se emprenden tareas constructivas y reconstructivas, tanto en edificios como en viviendas. Así comienza el «festival de la mandarria », que lo mismo aparece un domingo a las siete de la mañana, cuando las personas desean descansar un poco más, que cualquier otro día, y si por casualidad otros colindantes se embullan, entonces disfrutamos de un concierto en su máxima expresión por doble o triple partida.
Y hay más. No a todo el mundo le importa si parte de los escombros o de la mezcla de cemento cae en la propiedad ajena, y si el propietario de los bajos no descubre ese amasijo, tiende a secarse y después… ¿quién lo quita?
Pocos piden disculpas, otros ensucian y nadie brinda su cooperación ante una realidad que ellos provocaron, y a veces ni se avisa previamente de lo que se piensa hacer para que los sufrientes de los bajos lo conozcan. Mucho menos coordinan antes para ver si el supuesto arreglo puede causar daños posteriores.
En medio de todo no escapan los decibeles de la música. ¿A alguien le preocupa que haya personas laborando en horario nocturno y convierten su día en noche? ¿Quién piensa en un enfermo o en otra persona en fase terminal que necesita el mayor apoyo posible?
Y mucho ojo con las mascotas, sobre todo los felinos, que en múltiples ocasiones cruzan la tapia y viven en el domicilio de los vecinos, mientras en otras aparecen las heces diseminadas como «regalitos » donde no tienen que estar.
Aclaro que no todos los vecinos son así. Hay personas con una cautela a prueba de fuego, y por eso uno nunca quisiera que permutaran del barrio.
Con los otros, dan mucha pena esas involuciones de comportamientos en un siglo de adelantos científicos. Son de los que defienden eso de «lo mío primero », pero vivir en colectividad lleva al cumplimiento de normas que no son tributarias de la selva.
Ojalá algún día interioricen que en castellano persiste un vocablo llamado convivencia, cuyo significado se va perdiendo por cuenta de ellos y de muchos más que están en deuda con esa clase magistral que se debe poner en práctica a diario, dirigida al respeto hacia los demás, y también urge que las leyes y decretos ajusten sus cinturones y funcionen, de manera ejemplarizante, cuando la persuasión y otros métodos transiten por caminos trillados y, verdaderamente, inoperantes.