Elogio a la memoria

Cubanos, no podemos permitirnos que la indiferencia a la memoria crezca y crezca, alentada por la tendencia robótica y el ejercicio cotidiano del olvido.

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Yinet Jiménez Hernández
Yinet Jiménez Hernández
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04 Febrero 2019
Ilustración de Martirena
(Ilustración: Martirena)

Tal vez sabiendo que algún dí­a se irí­a sin decir adiós, abuela me inculcó a tiempo que mi gente es mi patria cubana: los de aquí­, allá y acuyá. También los de antes, aquella pareja de la foto coloreada a plumilla que plantaron en mi pasillo los lirios de invierno.

Por eso nunca entendió la frase de una gran amiga: «Puedo irme para el fin del mundo, de puerta en puerta, de casa en casa. Nada me ata ». Desarraigo, dirí­a abuela. Y así­ fue: jamás reapareció por estos parajes que aún guardan recelosos sus aires de juventud. Por Camagí¼ey, Santiago u Holguí­n tal vez ande trazando su ruta paranoica de mudanzas.

« ¿Cubana yo? Si nací­ en el Saint Mary Hospital de la Florida, entre los gringos », comenta orgullosa una joven y su tono burlesco colapsa la comunicación como castigo. Desmemoria, dirí­a abuela. No sé quién olvidarí­a la harina caliente y los huevos fritos; o una buena cantata de los chiquillos del barrio, premiada con pirulí­esde azúcar prieta en los más «especiales » apagones de la infancia.

Así­ somos: crecemos amarrados a la historia de otros, y estos, a su vez, cultivan las suyas amarradas a las nuestras. Es natural y humano. Solo que ese lazo, por imprevisto o insana maduración, a veces se corta rotundamente y ofrece un engañoso consejo: «Avanza, camina recto y no mires hacia atrás ».

¡Oh!, la memoria, esa precursora de la empatí­a colectiva, que define y redefine nuestras identidades, nuestra conexión con la patria y las raí­ces. Hay quienes se enajenan en su propia tierra a tales niveles que creen haber salido de un cascarón. No hace falta montar el avión y ver como se difumina la imagen de esta isla desde las alturas.

Pero, ¿qué serí­a de nosotros si cada uno viviese la vida olvidando? ¿Cuánto hubiera perdido la historia de este paí­s si hubiera negado la memoria de aquí­, allá y acuyá; de ahora y de antes? ¿Cómo agradecer a nuestros antepasados, que aplatanados en esta tierra echaron frutos? ¿Cuánta deuda con los emigrados cubanos que, palmo a palmo, junto a Martí­, privaron de pan la boca de sus hijos para alimentar a la Patria? En esta historia, la cubana, contamos todos.

No puede permitirse que la indiferencia a la memoria crezca y crezca, alentada por la tendencia robótica y el ejercicio cotidiano del olvido.

Recuerdo esta anécdota reciente: En fin de año, una familia desconocida desembarcó en mi cuadra. La de más edad traí­a a su prole «extranjera » a cuestas. Observaba la otrora casa colonial y esplendorosa que la vio crecer, ahora desfigurada por el paso del tiempo. Buscaba impaciente a la gente, su gente, mientras conmocionada mostraba a sus hijos y nietos, por primera vez, la génesis familiar. Elogio a la memoria, dirí­a abuela.

Por estos dí­as, a raí­z del tornado que levantó en peso a miles de familias habaneras, he sentido el ardor de muchos cubanos, de adentro y de afuera, más vivo que nunca. Su apoyo ha sido bálsamo al desastre y demostrado que aún hay quienes confí­an en aquella frase de mi gente también es mi patria.

Por eso jamás podrí­a entender que tantos paisanos nuestros, como aquella amiga trotamundos de abuela, anden por ahí­, avergonzados de quienes son, jactándose de vivir una vida sin pasado. O, lo que es peor, inventándoselo.

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