
«Al que madruga Dios le ayuda », reza el refrán, y Ramona, campesina por excelencia, lo acata. Ella vive en un asentamiento rural a varios kilómetros de la capital municipal, en un campito que solo exhibe entre sus centros de prestación de servicios una unidad de comercio y gastronomía.
Ramona despierta al «cantí’o del gallo », monta el café y se atavía con las ropas de ir al pueblo; no va a pasear, va a resolver problemas y aminorar necesidades.

Tras más de una hora de camino, se adentra en el Boulevard y se dirige a las tiendas recaudadoras de divisa, por desdicha no han abierto. En su reloj las manecillas marcan las nueve y cinco minutos de la mañana, de repente la empujan y una muchacha con uniforme le dice: «Señora, quítese del medio, que si no, quienes le venden no podremos entrar ».
Ante estos hechos, decide continuar rumbo y se dirige al correo, que casualmente se encuentra cerrado por fumigación; de allí prosigue a la Empresa Eléctrica para pagar la factura del consumo de electricidad, todo «abierto y sin cola », mas es martes en la mañana y le informan que ese día hasta en la tarde no se efectúan tales trámites.
Un tanto amedrentada se encamina al mercado industrial y se lo encuentra en inventario. Como «el vena'o hala pa’l monte » y sus intentos han sido infructuosos, decide regresar no sin antes comprar pan y algunos dulces, pues allá, en su campito, «la gente no quiere trabajar y el círculo social, si abre, lo hace tarde y cierra temprano ».
De camino a la terminal, una parada obligada en la farmacia detiene su andar. No hay más de veinte y tantas personas, se reconforta, pero descubre que solo una trabajadora está vendiendo, pues otra fue a resolver «unos asunticos » y la tercera está almorzando y no es ni mediodía. Para colmo, le agarran las doce en punto y el cambio de turno exige cuadre de caja. Ramona, cansada de tanto babiney improductivo ahora sí parte, pizza en mano.
Aunque esta historia pueda parecerle un acopio de vicisitudes, describe la realidad de cualquier villaclareño de residencia urbana o rural, que sufre ante el incumplimiento y las arbitrariedades de los horarios laborales de las entidades estatales o arrendadas, las cuales, aunque un tanto más estables, no escapan al flagelo.
El Código de Trabajo, en su artículo 89, establece: «El horario de trabajo es una medida organizativa para dar cumplimiento a la jornada de trabajo y expresa las horas de comienzo y terminación […]. El horario […] se aprueba por el jefe de la entidad, de acuerdo con la organización sindical, en correspondencia con los requerimientos técnicos, tecnológicos y organizativos de la producción y los servicios, y se inscribe en el Convenio Colectivo de Trabajo »; de ahí que la infracción de este o el desaprovechamiento de la jornada devengan violaciones de la disciplina laboral, según el artículo 147 del documento citado.
Sí, desperdiciar el tiempo y las posibilidades ajenas y no ofertar servicios de calidad en el lugar o período reglamentado, constituye más que una falta de respeto colectiva. Y aunque para el cubano se ha hecho común «esperar » o «regresar otro día », las irreverencias en tiendas, restaurantes, bodegas, oficinas de trámites, sucursales bancarias, farmacias u otros centros de servicio directo a la población, deben, en lugar de amilanarnos, convertirnos en consumidores o clientes activos que hagan valer lo legislado y se protejan a sí mismos ante las carencias de otros.
El aprovechamiento íntegro de la jornada laboral resulta esencial si de elevar la economía y subir el salario medio se trata. La mala gestión de los recursos humanos y la ineficaz planificación menoscaban hoy nuestro crecimiento en valores morales y materiales, y demandan la mirada acuciosa de las autoridades pertinentes. Desgraciadamente eso de que «el cliente siempre tiene la razón » y «es lo primero » no pasa de ser un eslogan, y «los horarios made in Cuba » reclaman presentes y futuros comentarios.