
El papá de Ale es un luchador, «de los que no se la dejan arrancar », y la voz del niño se escucha entonces grave y solemne, como de quien ama demasiado o despide un duelo. Al regresar de su más reciente viaje, y antes, incluso, de quitarse las seis camisas que llevaba puestas, sacó de la maleta una caja grande y azul: demasiado pequeña para ser la de un televisor, y muy grande para un par de zapatos.
«Papo, ¡ya te traje la piscina! », y Ale lo abrazó por la cintura, saltó sobre el colchón y le llenó la cara de besos húmedos: ¡la dicha con piernas! Diez segundos después se precipitó, escaleras abajo, y fue a parar a la casa del Luisi. «Coge la pistola de agua que ya están llenando la piscina… ¡pero vuela! ».
Y el Luisi con una sonrisa imperturbable, revolviendo el clóset porque con la construcción debieron empaquetarlo todo para buscar la pistola y un short «no tan malito ». Antes de salir, la madre lo retuvo un instante y le habló al oído: «no vayas a pedir nada, que esa gente no es como nosotros y después se piensan que uno te manda a llorar lástima ». El Luisi tiene nueve años, y de «esa gente » solo ha recibido calidez. Así que pistola a la cintura y con un mazo de anoncillos dulces en una mano, apuró el paso hasta la puerta del amigo.
La turbina no anda bien. El papá de Ale intenta completar el llenado con un par de cubos; la esposa le pide que se acueste, que debe estar molido, pero insiste en dejarla, al menos, hasta la mitad. «Ahorita llegan los chamas, tú sabes que se los prometí. Recuerda que estas son las vacaciones del Luisi », y del dicho al hecho no transcurrió ni un suspiro.
Ale y el Luisi compadres desde el Círculo Infantil, «armados » y ansiosos. La mamá los manda a lavarse los pies «que más parecen patas de verracos », y les prepara un jugo de guayaba mientras la piscina se ensancha con pereza. Tres, dos, uno... ¡al agua!, y todo lo que hay a su alrededor se empapa de alegría.
¡La felicidad! El Luisi y Ale son uno, como mismo lo fueron, hace mucho ya, los padres de ambos. Ale, con su mezcla graciosa de asiático- moreno nieto de chino de Macao y mulata holguinera, y el Luisi, pecoso como huevo de pavo, han compartido varicelas, yogures y zapatos.
Se admiran sin saberlo. Cuando sea mayor, el Luisi va a curar a los niños enfermos «que se les cae el pelo, como le pasó a mi papá ». Ale prefiere suprimir esa imagen con el recuerdo del hombre alto y pecoso que una vez le regaló un pajarito y le pidió que nunca, nunca, dejara de lado al Luisi, «porque se es más hombre mientras más se quiere a los amigos, como tu puro y yo ».
Ale también quiere ser un luchador. Su plan es exacto, meticuloso e inalterable. «Con tantos niños enfermos, tú no tendrás tiempo de llevar a tus hijos a la playa. Pero tranquilo bro, que yo les compro una piscina para que se bañen con los míos ».
El agua parece una zambumbia. Flotan las cáscaras de los anoncillos y los pistoleros reclaman la tercera merienda de la tarde. « ¡Calabaza, calabaza! ». La mamá de Ale los azuza, como quien espanta pollos. Un choque de puños en la acera y la promesa de encontrarse mañana.
El Luisi destila agua de la barbilla y las gotas trazan una línea discontinua sobre la calle. La madre lo intercepta antes de que le arruine el trillo que recién pasó. « ¿El papá de Ale trajo mucha pacotilla esta vez? ». El Luisi asoma la cabeza por el hueco donde pondrán la puerta del baño. «Ah mami, ¡lo mismo!, pero lo que sí sé es que mis chamas siempre tendrán vacaciones ».