Verano inigualable

Patricia vive el verano diferente, con igual alegrí­a pero menos costos; mamá y papá no tienen para financiar paseos de grandes magnitudes, pero se aseguran de crearle experiencias únicas, genuinas y cubaní­simas.

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Claudia Yera Jaime
Claudia Yera Jaime
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07 Agosto 2019

Patricia tiene nueve años y no conoce Varadero, no tiene idea de a qué se refieren los padres de sus amigos cuando fanfarronean que al pasar el puente «es otro mundo », que la arena es blanquí­sima, hay muchas tiendas, un parque de diversiones y se pueden tirar fotos bajo el agua.

(Ilustración: Martirena)

Ella vive el verano diferente, con igual alegrí­a pero menos costos; mamá y papá no tienen para financiar paseos de grandes magnitudes, pero se aseguran de crearle experiencias únicas, genuinas y cubaní­simas, que hacen que cada septiembre la pequeña escriba la mejor composición de la clase.

Y es que julio y agosto invitan a tomar por cuartel la mata de guayaba y poner un columpio en la de anoncillos, proveedora de champola y manchas que los mayores descubren ante la lavadora.

A resbalar en yagua por una cuesta empinada arriesgándose a rasparse las rodillas y dar unas cuantas vueltas de carnero. A ser campeona de suiza, pon, ula ula y fútbol, mientras la abuela reprocha que es un deporte de machos.

A tomar jugo de mango, durofrí­os de melón y pedir harina con huevo para el almuerzo. A llenar la vieja batea y cruzar los siete mares con una espumadera como remo, ajena a si el agua del pozo está helada y puede pescar catarro.

Después de los dí­as feriados llegarán los primos, su madre sabrá «las gallinas pelás que caben en un saco » y no parará de escuchar «tengo hambre, ¿qué hay de comer? »; mientras ellos planean el viaje al zoológico donde criticarán a los flacos animales y los compararán con el perro patero del vecino o la crí­a de gallos finos que les fue prometida.

También irán a Juan «Fanguito », la playa cómplice de sus «cimarronadas » con sabor a sal, la que conocen de memoria y en la que aprenden a cazar cangrejos desde que pueden caminar y blandir un palo como arma de combate.

Allí­ la pequeña área de baño se parece a su batea y aunque no conoce con quiénes comparten la arena, les parecen familia y les cuentan que para lograr un castillo decente tienen que llevar los materiales hacia el muro. Allí­ Patricia comenzó años atrás a coleccionar conchas y caracoles, y su primo mayor contrasta cada pescado que llega a los muelles con la enorme presa de Hemingway en El viejo y el mar.

Allí­, en los ratos libres, ella leerá a Salgari y su Corsario Negro e invocará al Rayo desde la cámara inflable que le sirve como bote, cuando, cansada de aprender a nadar, mire a su alrededor y vea la familia reunida, feliz, chapurreando viejas historias.

En su «Fanguito » querido no hay mesas bufé pero «venden de todo », hacen las mejores pizzas marineras y ve a su papá tomarse unos bichitos que llaman ostiones; hay siempre kake para desayunar y las noches se extienden más allá de la novela.

Allí­ sueña con conocer a su primer novio y documenta con selfies cada verano, etapa en la que el calor y la adrenalina dan un respiro al teléfono, destinado a ser solo cronista del momento.

Ella y los suyos viven el verano sabroso, espectacular, sin preocuparse por los últimos hitos de la moda, comprar chancletas de marca ni caros bloqueadores; gorra a la diestra y enguatada al hombro cosechan fantasí­as de valor inigualable.

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