Patricia vive el verano diferente, con igual alegría pero menos costos; mamá y papá no tienen para financiar paseos de grandes magnitudes, pero se aseguran de crearle experiencias únicas, genuinas y cubanísimas.
Patricia tiene nueve años y no conoce Varadero, no tiene idea de a qué se refieren los padres de sus amigos cuando fanfarronean que al pasar el puente «es otro mundo », que la arena es blanquísima, hay muchas tiendas, un parque de diversiones y se pueden tirar fotos bajo el agua.
Ella vive el verano diferente, con igual alegría pero menos costos; mamá y papá no tienen para financiar paseos de grandes magnitudes, pero se aseguran de crearle experiencias únicas, genuinas y cubanísimas, que hacen que cada septiembre la pequeña escriba la mejor composición de la clase.
Y es que julio y agosto invitan a tomar por cuartel la mata de guayaba y poner un columpio en la de anoncillos, proveedora de champola y manchas que los mayores descubren ante la lavadora.
A resbalar en yagua por una cuesta empinada arriesgándose a rasparse las rodillas y dar unas cuantas vueltas de carnero. A ser campeona de suiza, pon, ula ula y fútbol, mientras la abuela reprocha que es un deporte de machos.
A tomar jugo de mango, durofríos de melón y pedir harina con huevo para el almuerzo. A llenar la vieja batea y cruzar los siete mares con una espumadera como remo, ajena a si el agua del pozo está helada y puede pescar catarro.
Después de los días feriados llegarán los primos, su madre sabrá «las gallinas pelás que caben en un saco » y no parará de escuchar «tengo hambre, ¿qué hay de comer? »; mientras ellos planean el viaje al zoológico donde criticarán a los flacos animales y los compararán con el perro patero del vecino o la cría de gallos finos que les fue prometida.
También irán a Juan «Fanguito », la playa cómplice de sus «cimarronadas » con sabor a sal, la que conocen de memoria y en la que aprenden a cazar cangrejos desde que pueden caminar y blandir un palo como arma de combate.
Allí la pequeña área de baño se parece a su batea y aunque no conoce con quiénes comparten la arena, les parecen familia y les cuentan que para lograr un castillo decente tienen que llevar los materiales hacia el muro. Allí Patricia comenzó años atrás a coleccionar conchas y caracoles, y su primo mayor contrasta cada pescado que llega a los muelles con la enorme presa de Hemingway en El viejo y el mar.
Allí, en los ratos libres, ella leerá a Salgari y su Corsario Negro e invocará al Rayo desde la cámara inflable que le sirve como bote, cuando, cansada de aprender a nadar, mire a su alrededor y vea la familia reunida, feliz, chapurreando viejas historias.
En su «Fanguito » querido no hay mesas bufé pero «venden de todo », hacen las mejores pizzas marineras y ve a su papá tomarse unos bichitos que llaman ostiones; hay siempre kake para desayunar y las noches se extienden más allá de la novela.
Allí sueña con conocer a su primer novio y documenta con selfies cada verano, etapa en la que el calor y la adrenalina dan un respiro al teléfono, destinado a ser solo cronista del momento.
Ella y los suyos viven el verano sabroso, espectacular, sin preocuparse por los últimos hitos de la moda, comprar chancletas de marca ni caros bloqueadores; gorra a la diestra y enguatada al hombro cosechan fantasías de valor inigualable.