Hay personas que viven la vida desde la acera de enfrente. Solo se enfocan en lo suyo, y aquello que quede fuera de su círculo de prioridades no existe.
Hay personas que viven la vida desde la acera de enfrente. Solo se enfocan en lo suyo, y aquello que quede fuera de su círculo de prioridades no existe.
Mantienen su casa limpia y con eso les basta; aunque en el patio común del edificio habite el 90% de la población mundial de mosquitos.
Dentro de su apartamento colocan la basura en los lugares previstos, el piso brilla; pero cuando están en la calle, lanzan los desechos para cualquier parte por tal de no caminar hasta el cesto más próximo.
A sus hijos les enseñan las mismas actitudes. Así se normalizan posturas incorrectas y se multiplica la indisciplina social.
Recuerdo trabajos voluntarios para eliminar vectores en que nos encontrábamos con hombres y mujeres saludables, sentados en el portal de su casa, mientras otros dedicaban su tiempo libre a limpiar su entorno. A la viejita enferma y sola, a la madre soltera con niños discapacitados, se les buscan manos, si es necesario, para que ayuden a dejarle el patio impecable, pero al resto no se le puede exonerar de sus propias responsabilidades.
En ocasiones, las personas esperan a sufrir en carne propia el dengue o que alguno de sus familiares pase por un estado crítico de salud, para tomar conciencia y hacer lo que siempre debió.
Más allá de los problemas reales con la recogida de basura, que no se pasan por alto y mucho menos se minimizan, también hay una parte que le toca a la responsabilidad social, a las reglas de civilidad.
No vivimos en la jungla de Tarzán, aunque algunos se comporten como tal. Nadie tiene que venir a quitar la hierba del frente de tu edificio. Nadie tiene que venir a velar por que tus tanques estén tapados. Nadie tiene que venir a recoger tu patio: eso te toca, me toca, nos toca.
No basta con que solo algunos pongan sus fuerzas. En este empeño hacen falta todas las manos.