La bolsa de Chocolatín yacía sobre el mostrador. El color blanco del nailon había desaparecido bajo una fina capa del polvo carmelita. La observé detenidamente por unos segundos, y reclamé a las dependientas.
«Es que venía dentro del saco y se embarró con algún paquete abierto », se justificaron. « ¿Y no podían haber tomado un paño y limpiarlo antes de despachar?, alegué. La que me había atendido puso cara inquisidora ante tal «atrevimiento » porque, al parecer, ella no admite cuestionamientos.
Solo el simple gesto de limpiar las bolsas con un paño antes de entregarla a los clientes, marcaba una enorme diferencia entre un buen o mal servicio. ¿Acaso era tan difícil sacar del saco los paquetes, separar los rotos y sacudir el resto? ¿Por qué el culto a la chapucería?
Luego de que en este tipo de mercados no se entregan los productos en cartuchos o jabas, también hay que llevárselos sucios o embarrados de cualquier cosa. Nada más porque para las dependientas esa «bobería » no tiene importancia.
Cultura del detalle, he ahí la clave. Si todos asumieran esa filosofía en su labor cotidiana, la vida sería mucho más llevadera. Cuánto cambia, para mal, la imagen de un dependiente con porte y aspecto inadecuados, sin sonreír ni saludar; cuánto se transfigura un local con un papelito en el piso, una cortina con huecos o un cartel escrito a mano de manera chapucera y con faltas de ortografía.
Al contrario de esta anécdota, recientemente estuve en la capital y entré al mercado agropecuario ubicado en la calle Egido, en el municipio Habana Vieja. En la tarima de alimentos en conserva el dependiente lustraba las latas y pomos para exhibirlas al público. Un detalle pequeño, sencillo, casi insignificante, pero que otorgaba aquel lugar una imagen grandemente placentera.
Para prestar un buen servicio no se necesita de inversiones millonarias ni glamour desmedido. Solo sentido de pertenencia, amor al trabajo y respeto al público.
Tomé mi bolsa de Chocolatín embarrada de polvo carmelita. Miré a las dependientas y no dije nada más. Mientras me alejaba, de manera extraña comenzó a sonar en mi cabeza la melodía del clásico tema El Bodeguero, que inmortalizara la Orquesta Aragón.
«Toma chocolate, paga lo que debes », musitaba una y otra vez en voz baja, para así dejar atrás tan incómodo momento y alegrarme un poco con el sabroso ritmo del chachachá.
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