¿Es lo mismo instruir que educar? ¿En qué se diferencian uno del otro? La interrogante resurge ahora que se acerca la jornada por el Día del Educador, pues muchos cuestionan si solo el hecho de ser maestro asegura que sea un buen educador.
Cierto que la profesión de maestro es poner la vida al servicio de otros, y como docente instruye, pero educar va más allá, pues resulta un acto tan profundo que sobrepasa la simple labor académica.
De ahí que ser buen pedagogo es el resultado de una combinación de cualidades; que van desde transferir conocimientos hasta, y quizás sea lo más importante, crear las condiciones necesarias para que los alumnos aprendan a pensar y construir su propio conocimiento del mundo que les rodea; convertirlos en hombres y mujeres de bien.
Un buen docente no se define por su actividad, sino por el sentido que da a ella. Por tanto, debe dejar de ser un mero trasmisor de conocimientos para devenir en un formador, en el sentido amplio del término, en un servidor de las vocaciones ajenas.
No alcanza con saber de un tema si se es incapaz de trasmitirlo con claridad. La docencia va más ligada al cambio de la persona que recibe la enseñanza, que a la capacidad de expresar un concepto. Muchos hemos pasado por experiencias universitarias en que abogados, arquitectos o médicos brindan su saber sin entregarlo en forma clara y sencilla.
El buen maestro enseña y cautiva. No basta entonces con cumplir un programa preestablecido y ser mero transmisor de saberes, sin formar cualidades morales en los alumnos. Hay que tener claro que el valor de su trabajo como educador está en el perfeccionamiento de otros; en saber leer entre líneas los gestos, actitudes, rasgos físicos y emocionales de los educandos, para descubrir lo que necesitan y de esa manera ayudarlos a su crecimiento intelectual y espiritual.
Solo cuando el maestro se convierte en modelo a seguir y guía para sus discípulos, es que logra traspasar la línea del saber para abrir la del ser. Entonces, y solo entonces, se transforma verdaderamente en un defensor del perfeccionamiento integral de sus educandos.
Debemos quitarle a la profesión la rutina sin brillo ni vida. Hay que desterrar la nociva práctica de reproducir textos, repetir programas y hacer lo mismo día tras día.
Educar supone esfuerzo, disciplina, buenos y malos ratos, pero sobre todo, mucho sacrificio personal para aprender a dar sin recibir. Aunque cuando se da verdadera-mente, siempre se recibe mucho.