A veces, como en el poema Encuentros, de Carilda Oliver, va una por la calle entretenida. El ritmo es lento y la mente divide el salario entre 25 y resta lo que falta antes de hacer la cola en cualquier tienda.
Así iba hace un tiempo por una de las arterias más importantes de la ciudad, cuando una mujer alta, vestida de policía, me llamó.
« ¿Qué habré hecho? », me pregunté mientras me dirigí hacia ella. Sacó un talón de multas. No entendía qué pasaba. Me sentía impactada.
Enseguida me explicó que se trataba solo de una notificación, exenta de pago, para reflexionar sobre la seguridad vial. Con mucha educación me habló del peligro de andar por la calle en medio de un tráfico tan concurrido y que la acera era el lugar de los peatones.
Quedé complacida y en verdad me hizo recapacitar, porque, al ir absorta en mis problemas, podía ser víctima de un accidente por negligencia.
Después de mí, llamó a otras personas para darles una charla educativa.
A partir de ese instante subí a la acera y comenzó una carrera más intensa que la de cien metros con vallas.
Una reja que se abre hacia afuera me obliga a bajar. Después un mostrador que ocupa la mitad del espacio. No había caminado ni tres pasos y unos vecinos, a las 10 de la mañana, pusieron su sillón en el lado con sombra.
Entonces, me topé con muros y muritos, escalones, turbinas resguardadas por un cuadrado de metal, jabas de basura, macetas y hasta un corral de bebé que sobresalía por la puerta de una casa.
«Así no se puede », exclamé hacia mis adentros después de subir y bajar, sortear, agacharme en una carrera que merecía medalla de oro en cualquier cita mundial de atletismo.
Cansada seguí mi ruta por una acera tomada por las indisciplinas sociales (además de ser bien estrechas) y pensé un poco en lo que le costaría a cualquier ciudadano en otro país adueñarse del espacio público.