A los seis años odiaba dos cosas con la inclemencia de una pequeña tirana: comer frijoles e ir a la escuela. No sin esfuerzo, pero con el tiempo superé ambas aversiones. Una, porque se convirtió en el salvoconducto para que me dejaran salir los sábados en la noche «o te comes el potaje, o ve preparando la cama »; la otra, porque esa estrella de paz y luz que fue mi abuela se las arregló, cada mañana de preescolar a tercer grado,para que el momento de despertar fuera una oportunidad de sentir que mi vida era extraordinaria.
Con un pollito entre las manos, de aquellos que durante los años más rabiosos del período especial vendían en las placitas y que las familias criaban en sus casas, mi abuela llegaba a mi lado, me besaba la nariz y decía, bajito: «Mira quién madrugó para darte los buenos días ». ¡Y así me tomaba la leche!, riendo con la tetera tibia entre los dientes, mientras el pío pío, a tres centímetros de la cara, grababa una de las lecciones de amor más profundas de mi existencia.
Obviamente, en aquel momento me quedé con la interpretación más básica, o sea, que ella era capaz de ingeniar las mejores ilusiones para desperezarme y enviarme al aula. Que en nuestro patiecito de cemento hubiera gallos cantores y gallinas ponedoras, y que allí crecieran y «desaparecieran » luego no sé cuántos cerditos que llegaron sucios y flacones y a los cuatro meses parecían balones dentro de su corral, no me resultaba ni extraordinario ni destacable. Solo lo advertí tal cual siendo casi adulta, el día en que un compañero del pre recordó en voz alta su drama pasado, cuando los aullidos del estómago a media asta no lo dejaban dormir.
¿Hambre? Ni un solo día. No bajo el techo de mi familia. Ni en la de mi amigo David, el hijo de un hombre accidentado que usaba una prótesis en la pierna derecha y que, una vez a la semana, pedaleaba desde Santa Clara hasta Esperanza para comprarle a su niño cuatro litros de leche y «raspar » algunos huevos, malanga, un par de libritas de frijoles.... Tampoco en la casa de Yeny, la sobrina nieta de dos señoras tan suaves y nacaradas como figuras de porcelana, de cuyas manos salían bordados hermosos y piezas de ropa que hacían por encargo, o que enviaban a los campos para intercambiarlos por frutas, manteca, arroz, carne.
El papá de David era farmacéutico. Las tías de Yeny, maestras durante más de medio siglo. Mi mamá llegaba a la casa, y ponía a un lado su bata blanca para ayudar a limpiar los polleros que garantizaban la proteína diaria de siete personas. Si no recuerdo más es, simplemente, porque observaba aquellas escenas como algo cotidiano, ordinario, lo que se supone que debía hacerse para cuidar a la familia. Solo Dios y ellos saben lo que esconderían allá dentro, en el alma, si resignación o pena, si autocompasión o convencimiento. Nadie les preguntó. Si se quejaron, nosotros nunca los escuchamos, ni tampoco nos hicieron creer que alimentarnos fuera un motivo de frustración y sobrecarga.
No suelo escardar en las memorias de aquellos años innombrables. Sin embargo, resulta raro el día en que no note una hincada molesta en el corazón, cada vez que leo en Facebook el altoparlante moderno para multiplicar soliloquios de cuestionable, o confirmado, interés colectivo las parrafadas de catarsis escritas por motivos tan «intensos » como un lloviznazo de tres minutos.
Fulanita dice sentirse agraviada porque no hay compota Gerberpero sí guayabas y mangos en los mercados cubanos; Mengano casi padece una crisis de nervios ya que, en vez de Vita Nuova, lo que consiguió fue salsa de pizza; alguien pone un emoticono de enojo y palabras duras como pedradas porque el perfume Mariposa «voló con la Covid ». Y claro que me solidarizo con las necesidades ajenas que, perfectamente, podrían ser las mías o las de mi familia. No las hay mejores y más urgentes ni peores o menos imperiosas, todo depende del contexto, aunque lo cuestionable de esta filosofía de comunicación pública resulta la simpleza e, incluso, el egocentrismo que destilan muchas de esas publicaciones.
El «milagro » TuEnvío, por ejemplo, acumuló más quejas que ventas exitosas, pero lo que preocupaba a la masa no era que el comercio electrónico dejara fuera a miles de ancianos que viven de una pensión insuficiente personas que, evidentemente, no tienen conocimientos ni celular ni dinero para activar paquetes de Internet y poder adquirir lo mínimo indispensable de aseo y alimentación, sino el desabastecimiento y lo demorado de SUS entregas.
A pesar de las cientos de voces contrarias a las ventas de ron que atrajeron en las bodegas tantas o más colas que el pollo y el jabón, fueron muchísimos los que respaldaron la decisión de Comercio «porque la gente está saturada y tiene que distraerse de alguna manera »; y en un post publicado por un conocido en su perfil de Facebook, en el que lapidaba el trabajo de Comunales en las áreas verdes de los edificios multifamiliares, cuando alguien comentó que debían ser los propios vecinos quienes mantuvieran limpios esos espacios, la respuesta del ofendido fue más seca que un rayo: «Yo soy universitario, y quien estudia no chapea ».
De regreso a la Cuba de 1992. A mi abuela y sus pollitos. Al papá de David. A las tías de Yeny. A Tito, laboratorista en un policlínico, con su bicicleta china y su cubito para recoger salcocho. A Lucy y Quintero, la pareja de médicos que terminaban la guardia y cargaban el maletero de su Aleko con los bloques con que construyeron sin subsidios ni consideraciones especiales en su centro de trabajo la casa para sus hijos.
Si analizamos el paralelismo entre ambos contextos hallaremos, más allá de un panorama financiero crítico, la reiteración del factor actitud como uno de componentes que inciden en las formas de supervivencia. La recesión global no es un augurio de mala fe, sino una realidad tan tangible como el faro del Morro. Entre el 2016 y el 2019, el crecimiento económico en Cuba pasó de 2.7% en periodos anteriores, a 1.4%. Así llegamos al 2020, un año en el que nadie podía prever una pandemia mundial que a estas alturas nos maltrae, quintuplicó nuestros gastos, contrajo toda forma de producción, y nos ha dejado sin turismo ni liquidez suficiente, endeudados y bajo el tacón de las sanciones de Trump. No obstante, muchos todavía aguardan por la gestión omnipotente del gobierno para solventarle cada una de sus carencias, desde el Enalapril para los enfermos, hasta el ají cachucha.
No por negarla y escupir las entrañas en cuanta tribuna encontremos, la crisis será más ligera. Como las arenas movedizas, ya nos tragó hasta la cintura, así que reconocer a tiempo que la situación empeorará, constituye ahora mismo el elemento dinamizador para que a nivel de país e, individualmente, creemos estrategias de vida funcionales y atemperadas al momento.
¿Que habremos de retomar fórmulas ya probadas y ahorrar hasta la risa? ¿Que nos enfría el alma el solo pensar en retornar a un escenario que muchos habíamos superado? Lo sé. Y no hay nada bochornoso en ello, ni por tal motivo nos jugamos el nombre o el prestigio. La dignidad comienza por nuestra percepción sobre lo que merecemos y somos capaces de conseguir, no por rendirle culto al ego y limitarnos al todo o nada.
No nos inmolamos por ocuparnos de los nuestros, eso se llama amor.