«La familia no la elegimos», fue la única frase que entendí en una conversación de adultos en la que siempre intervenía. Con los ojos saltones, que poco disimulaban mis sentimientos, miré perpleja a la amiga de mi madre. Ella hablaba desenfrenadamente y dejaba en el olvido las contraseñas y los nombres inventados para que los menores no estuviésemos al tanto del tema en discusión.
Poco me interesaba el juego. Mi prioridad era entender lo que sucedía, a pesar de que me ganaría un buen regaño. «Yo sé de lo que están hablando», solté sin pensar en las consecuencias, con ese instinto congénito de manifestar mis pensamientos, y antes de que me callaran, continúe con seguridad: ¿quién dice que no la podemos elegir si yo escogí a mi tía? A la espera de la reprimenda por intrusa, sólo percibí un silencio absoluto que descifré años más tarde, cuando la vida de adulta me enseñó que aquellas palabras de niña ingenua portaban total veracidad.
En mi naciente lenguaje y con apenas una vuelta al sol, comencé a decirle tía a una persona con la cual no compartía lazos de consanguinidad, mas nos unía el amor y la complicidad eterna. Nunca la vi como la esposa del hermano de mi papá, siempre la coloqué en la primera línea del árbol genealógico y entre los familiares preferidos. Crecí con las predilecciones de sobrina favorita y me cuidó como su «bella» en cualquier circunstancia.
Recuerdo que las primeras veces fueron de su mano: el encuentro con el inmenso mar, la entrada a la escuela, el diente para el ratón Pérez, la difícil etapa de secundaria y preuniversitario, el primer novio, las decepciones, los triunfos y la universidad. Estuvo en cada interminable lamento de la desgastante enfermedad, en las 19 veces que entré en el salón de la resonancia magnética y en los complejos exámenes médicos que nadie tenía el valor de presenciar.
Actuaba al estilo de Gina Cabrera para simular que todo estaba bien. Sólo una mirada con su seriedad distintiva y contenía el grito por los incontables pinchazos en cada zona de mi cuerpo. «¡Qué bien se porta esta niña¡», expresaban enfermeras y médicos, mientras inerte esperaba otra dosis de pruebas dolorosas y ella escondía su llanto. En 21 años sólo la observé llorar sin control una tarde de julio, cuando me sacaron en la camilla con los brazos acribillados, los labios lastimados por la intubación, el suero en vena, careta de oxígeno y una herida de 15 puntos en la espalda.
Mi mayor placer era visitarla, porque después de mimarme preparaba un exquisito «banquete» que incluía gustos y antojos apetitosos. Cocinaba como un chef profesional y yo terminaba desabrochándome el short y con unas libritas de más. La última visita aconteció en febrero de 2021, apenas pude abrazarla por la «dichosa» COVID-19 y me monté en el carro con una extraña sensación que me obligaba a decir adiós con la mano una y otra vez. Prefiero imaginar que esa fue nuestra despedida. Olvidar el momento en que mis manos temblorosas acariciaron su fría piel.
Llega el segundo verano sin mi tía y la sigo buscando en el ocaso de los días veraniegos, también la intenté encontrar entre la multitud en el majestuoso teatro universitario cuando recibí el título. La idealicé aplaudiendo con orgullo al lado de mis padres y la revivo mientras la pequeña Sofía se lanza a mi encuentro y grita a los cuatro vientos que soy su tía, aunque no coincidimos genéticamente. Vuelvo a mi infancia y sigo pensando que también podemos elegir a la familia, con vínculos más fuertes que los de consanguinidad. Sin embargo, dudo que alguien pueda profesar un amor tan sincero e incondicional como el de mi tía, que prevalece aun después de la muerte.