Estamos decididos a luchar y pelearemos aunque sea con las manos.
Carlos Manuel de Céspedes
¿Conocemos los cubanos realmente a Carlos Manuel de Céspedes? ¿Sabemos de sus dotes artísticas y deportivas? ¿Cuál fue su ideología política? ¿Murió combatiendo o dejó para sí la última bala de su revólver? ¿Cómo acercarnos a tan ilustre personalidad a 150 años de su muerte? ¿Tienen actualidad sus ideas?
Céspedes fue el iniciador de nuestras luchas por la independencia, y cuando muchos dudaban, se levantó en armas contra España, la mañana gloriosa del 10 de octubre de 1868, y ello marcó el comienzo de los más de 100 años de lucha de nuestro pueblo por su libertad.
Padre de todos los cubanos, tenía casi 50 años cuando proclamó el grito de «Independencia o Muerte» en su ingenio Demajagua —pues había nacido en Bayamo, el 18 de abril de 1819—, y 54 cumplidos cuando dio su vida por Cuba, el 27 de febrero de 1874.
Ahora, cuando se conmemoran los 150 años de su caída en combate, en el agreste San Lorenzo, en plena Sierra Maestra, no podemos olvidar al hombre de mármol, como lo llamó José Martí, aquel que sobrepuso la libertad por encima de sus comodidades y riquezas, y «no fue más grande cuando proclamó su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos y los llamó a sus brazos como hermanos», tal y como escribiera el Apóstol en su hermosa semblanza denominada «Céspedes y Agramonte».
Tenía el abogado Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo una amplia cultura que le permitía hablar varios idiomas; cultivar la poesía, la música, el ajedrez, la equitación y la esgrima. De su inspiración, junto a José Fornaris y Francisco Castillo, nació la canción La bayamesa, en 1851, dedicada a la bella Luz Vázquez, y de su autoría, el poema dedicado al río Cauto: «Naces, o Cauto, en empinadas lomas / bello desciendes por el valle ufano, / saltas y bulles, juguetón lozano, / peinando lirios y regando aromas».
Pero, por encima de gustos, aficiones y amores, tuvo Céspedes una confianza absoluta en el triunfo de la revolución. Esa revolución por él iniciada, que conoció en Yara su primer fracaso —el 11 de octubre, cuando apenas quedaron 12 hombres, los que, como afirmara, bastaban para hacer la independencia de Cuba—, y tuvo en Bayamo, nueve días después, la primera capital de la República de Cuba en Armas.
En Demajagua dio la campanada de la libertad. Definió los objetivos de la lucha en su Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, más conocido como «Manifiesto del 10 de Octubre», que se convirtió en el programa de la Revolución del 68, y supo acatar, con disciplina, en otro octubre, pero de 1873, la funesta decisión de la Cámara de Representantes de deponerlo como presidente de la República de Cuba en Armas, cargo que había asumido en Guáimaro, el 10 de abril de 1869.
Como humano cometió errores. A decir de Martí: «No le parece que tengan derecho a aconsejarle los que no tuvieron decisión para precederle. Se mira como sagrado, y no duda de que deba imperar su juicio».
Y en aquel momento angustioso de su tierra, cuando fuera sustituido, supo engrandecerse, ponerse a la altura de las circunstancias y aceptar el terrible fallo: «En cuanto a mi deposición, he hecho lo que debía hacer. Me he inmolado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la Historia».
De pensamiento radical, el 27 de diciembre de 1870 firmó el decreto de abolición de la esclavitud, y, en el propio 1870, en carta al patriota José Manuel Mestre dejó definida su posición ante los propósitos que albergaban los Estados Unidos sobre su tierra: «[…] tal vez estaré equivocado; pero en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación, […] este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos a otros amigos más eficaces o desinteresados».
Recluido de manera forzosa en la prefectura de San Lorenzo, privado de la escolta que merecía, pasó meses de angustia tratando de salir de Cuba, donde consideraba que sería más útil, y para reencontrarse con su esposa, Ana de Quesada, y sus dos pequeños hijos, a los que nunca pudo conocer, pues siempre le fue negada esa posibilidad: «Me he levantado triste, pensando que nunca más volveré a ver a las personas que amo y que mis hijitos ni siquiera habrán conocido mis cabellos y mi barba […]», dejó constancia en su diario, el 29 de enero de 1874, a menos de un mes de su muerte.
El 27 de febrero de 1874, tropas españolas llegan a la prefectura de San Lorenzo. Céspedes acababa de jugar una partida de ajedrez y de visitar a algunos vecinos de la intrincada comarca, en donde enseñaba a leer y escribir a los niños, y dialogaba con los campesinos de la zona.
Solo, semiciego, prefiere morir antes que caer vivo en manos de los españoles. Dispara todas sus balas del revólver contra la tropa española que le persigue. Herido de muerte, cae por un barranco y su cadáver lo ocupan los enemigos.
En su simbolismo, las palabras de Manuel Sanguily describen poéticamente los últimos instantes del Padre de la Patria, pues cayó: «como un sol de fuego que se hunde en el abismo».
Eusebio Leal describe esa muerte gloriosa y su vigencia entre nosotros de la siguiente manera: «Así terminan los días de quien defendió la libertad con su vida. A partir de ese momento, y hasta hoy, su figura se enaltece. Más que sus actos públicos y los rasgos de su atractiva personalidad, será su pensamiento la piedra angular sobre la cual se edificarán los conceptos republicanos; en él está la génesis de la historia de la Patria y de las virtudes cívicas del Estado y del Pueblo».
En tanto Fidel Castro, en el centenario del 10 de octubre de 1868, afirmó: «No hay, desde luego, la menor duda de que Céspedes simbolizó el espíritu de los cubanos de aquella época, simbolizó la dignidad y la rebeldía de un pueblo —heterogéneo todavía— que comenzaba a nacer en la historia».
Hoy necesitamos ese Céspedes, el de todos los cubanos; por eso, honrar su tumba en el cementerio patrimonial de Santa Ifigenia, este martes 27 de febrero, en el sesquicentenario de su caída en combate, es deber y obligación patria.
Como escribió Martí de Carlos Manuel de Céspedes y de Ignacio Agramonte: «¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos!».