Entre tantos abriles que han hecho florecer la Historia de Cuba, el de 1961 guarda una de las primaveras más trascendentales para la épica de la Revolución. Días llenos de heroísmo, símbolos, principios, dolores, glorias y enseñanzas.
La primera derrota de imperialismo en América cerró de manera justa varias jornadas de combate entre dos adversarios muy bien caracterizados, a pesar de la desigualdad histórica del duelo.
En esta orilla, un pueblo labraba su propio destino, luego de una pausa neocolonial impuesta durante décadas. De allá vinieron el viejo amo resentido y los caudillos latinoamericanos que apoyaban los ataques de la mayor potencia mundial hacia una isla incapaz de ocasionarle algún perjuicio.
Mientras el gobierno revolucionario fundaba círculos infantiles para empoderar a las madres y emprender la obra educativa desde la primera infancia, el de Washington hostigaba, saboteaba, sembraba el terror, y en uno de los atentados de aquellos días, arrebató la vida a la remediana Fe del Valle.
Al amanecer del 15 de abril, Cuba vio bombas en lugar del Sol, y el mismo pueblo que mantuvo a buen resguardo la pequeña fuerza aérea, rebatió la metralla enemiga en los tres aeropuertos atacados y guardó luto por las víctimas, levantó los fusiles para defender la naciente Revolución donde y cuando hiciera falta.
Al día siguiente, en Playa Girón, junto a combatientes del Ejército Rebelde, pelearon milicianos imberbes, con el mismo arrojo que lo hicieron en la manigua sus abuelos mambises, durante el siglo anterior. Salieron a preservar la obra socialista, no porque Fidel la nombrara así apenas unas horas antes, sino porque eran conscientes del único camino posible hacia la justicia social y que, del imperialismo, «ni un tantico así». Las medidas adoptadas hasta el momento y las que vendrían después, reclamaban una Revolución con apellido, que fue bautizada con sangre y arena.
Y al frente de tantos combatientes, cronometrando las operaciones, calculando los detalles para impedir el desembarco, con el pecho puesto ante las balas y la mente de estratega militar intacta, permaneció el Comandante en Jefe. Más que el disparo de gracia desde un tanque, dio un ejemplo gigantesco como estadista, una clase magistral de liderazgo, válida para tiempo de guerra y de paz.
Enseñó, otra vez, a luchar como lucha el pueblo, a sufrir como sufre el pueblo, a asumir los riesgos y ganar las batallas colectivas, sobre todo, en las horas más difíciles.
A 63 años de la proeza, sería una afrenta dejar de contarla, conceder licencias históricas a quienes venden versiones tergiversadas, o repetir de memoria un relato sin alma. Hay que desempolvar los testimonios, admirar los colores y la líneas en el cuadro «Bombardeo del 15 de abril», de Servando Cabrera; emocionarse con los versos de «La sangre numerosa», el poema que dedicó Nicolás Guillén al joven mártir Eduardo García Delgado, o estremeces con el canto «Girón, la victoria», en la icónica voz de Sara González, para construir una memoria real, que enseñe y emocione.
Y tenemos, también, que renovar las armas y estrategias de lucha, porque todos los días estamos sometidos a una invasión más paciente, silenciosa, sutil; en la arena cultural, con municiones simbólicas y escenarios físicos y virtuales.
Cubrir fisuras, actuar sin improvisaciones, evitar silencios, comunicar con inteligencia, mantener la coherencia entre la realidad y su expresión en el ciberespacio, preservar la verdad y los valores esenciales, y acompañar al pueblo que combate a diario desde toda clase de trincheras, nos hará otra vez victoriosos.