Confesiones

A veces, nuestros niños son como nuestras flores, esas que queremos cuidar de todo y de todos, las que nosotros mismos dañamos al alejarlas del mundo y colocarlas en una urna de cristal. 

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Ilustración de Alfredo Martirena sobre la crianza de los hijos.
(Ilustración: Alfredo Martirena)
Leslie Díaz Monserrat
Leslie Dí­az Monserrat
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18 Abril 2024

Debo confesar que uno de los mayores miedos que tengo en la vida es fallarle como madre a mi hija. Temo, inmensamente, que el amor tan grande que le profeso me limite a la hora de ofrecerle una crianza adecuada, que le permita crecer como mujer, ser totalmente independiente y competente para labrarse un destino.

Cuando la maternidad llega acompañada de la madurez, el acto de educar a los pequeños suele ser más consciente y alejado de improvisaciones. En la etapa de los primeros pasos, la perseguía por toda la casa, intentaba que no se golpeara con nada, que sus rodillas no tocaran el piso, como si fuera posible aprender a andar sin, al menos, recibir un rasguño.

A veces, nuestros niños son como nuestras flores, esas que queremos cuidar de todo y de todos, las que nosotros mismos dañamos al alejarlas del mundo y colocarlas en una urna de cristal. Justo por ese afán protector desmedido, buscamos labrarles un camino de rosas, eximirlos de responsabilidades, darles la mayor cantidad de gustos, incluso aquellos que no podemos.

Después, cuando crecen, nos damos cuenta de que criamos a un ser humano dependiente, frágil, demasiado sensible ante los fracasos, que no puede comprender el verdadero sentido de los sacrificios que impone la forja de un provenir.

Hace unos años leí con espanto que el multimillonario Bill Gates no dejaría su herencia a sus hijos. El fundador y CEO de Microsoft, posee una fortuna estimada de 112 000 millones de dólares, y ante su polémica decisión aseguró: «Dejarles a mis hijos una inmensa cantidad de dinero no es un favor para ellos».

Antes me parecía una postura en extremo mezquina, ahora comprendo que el genio de la computación no quiere anular en su descendencia la necesidad de trabajar, de crear un camino propio, y aunque le dejará unos cuantos millones, el grueso de su patrimonio se destinará a causas benéficas.

El mayor regalo que podemos darles a nuestros hijos no son cosas, sino esencias. Nos toca enseñarlos, desde pequeños, a tener responsabilidades, invertir en una educación que no sólo se encargue de los números y las letras, sino también de los valores y el buen manejo de las emociones.

Incluso, como madre puedo manejar todas estas certezas, pero la hazaña está en ponerlas en práctica, en no errar de forma involuntaria.

Por eso ya sé cuál será mi mayor reto: ir a su lado sin quitarle los escollos del camino, el contenerme para sólo acompañarla en su etapa de crisálida, hasta que, cumplido el tiempo, ella misma aprenda a volar.

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