Abordar hoy un medio de transporte privado implica, casi siempre, asistir a la catarsis de quien lo conduce. La atención a la vía cede el protagonismo a una sarta de lamentaciones sobre el elevado costo de piezas y reparaciones, el encarecimiento y escasez del combustible o el alimento animal —en el caso de coches o carretones—, la subida sostenida de la tasa de cambio del dólar en el mercado informal y sus efectos sobre el hundido poder adquisitivo, el desacuerdo con las tarifas aprobadas y con la labor de inspectores y agentes de tránsito, con el trasfondo de: «Yo pongo el precio, porque esto es mío; lo tomas o lo dejas».
Recientemente, en uno de los trayectos más extensos de la transportación local en Santa Clara, a un motonetero le sobró tiempo para buscar justificaciones con una comparación entre lo que cobra a cada pasajero y el precio de una libra de arroz. Según su reflexión, años atrás la relación era de 5.00 pesos y 3.50, y hoy llega a 100 y 240 pesos, respectivamente.
Irrefutable el incremento astronómico de esta proporción, como de muchas otras que podríamos establecer entre bienes y servicios de primerísima necesidad. Pero ¿cuántas libras de arroz puede permitirse quien factura 1600 pesos en cada viaje de ida y vuelta? Y, por el contrario, ¿cuántas deja de comprar quien paga 200, también en ida y vuelta, para ir a la escuela, a una consulta médica, a trabajar, realizar un trámite, sacar dinero en efectivo de un cajero automático o hacer compras? Este análisis transcurrió a lo largo de una ruta cuya tarifa aprobada es de 70 pesos; aunque quienes la cubren cobran 100, desde antes del anuncio del incremento del precio de los combustibles en Cuba.
Justo antes de salir, el conductor le hizo saber a una pasajera que su hija de seis años no podía viajar sentada sobre sus piernas, sino que tenía que ocupar un asiento. De lo contrario, le impondrían una sanción de tránsito. Por supuesto, le cobró una cuantía similar a la de un adulto, porque la rebaja de la mitad del precio del pasaje para niños menores de 12 años no se hace extensiva a la transportación privada.
De inmediato, relató que días atrás había dado una explicación similar a una persona en situación de discapacidad, porque el acuerdo 3297 del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros de 1998, que establece una bonificación del 50 % a los integrantes de las asociaciones de personas con discapacidad que hagan uso del transporte público de pasajeros, tampoco resulta aplicable en la transportación no estatal.
Igual de formidable que el apego a la legislación habría resultado su actitud, si hubiera cedido a la petición de aquella señora, por unos cuantos pesos menos en la cartera y mucha más bondad en el alma. Así de sobrevalorado anda el humanismo por estos días.
¿Acaso la protección que merecen niñas, niños y adolescentes, personas adultas mayores o en situación de discapacidad muta de una forma de propiedad a otra? Tengamos en cuenta que los elevados precios de transportación, en lugares donde no existen alternativas menos costosas, imponen a muchos una vulnerabilidad económica o acrecientan la que ya sufren.
En realidad, las empresas estatales no cumplen la responsabilidad de garantizar un servicio que satisfaga cuantitativa y cualitativamente la demanda de la población. Lo demuestran la suspensión de varias rutas de ómnibus por falta de combustible o piezas de repuesto, la reducción de la cantidad de viajes en las que permanecen operando y la concentración de los vehículos en los tramos de mayor afluencia.
Ante el progresivo deterioro de la oferta del transporte público estatal en los últimos años, los porteadores privados han complementado y, en muchos casos, asumido por completo esa encomienda. Que se les comercialice el combustible a precios mayoristas para que continúen garantizando la movilidad y se actualicen sistemáticamente sus fichas de costo, mientras las entidades estatales enfrentan pérdidas millonarias, paralización de servicios e interrupción y éxodo de sus trabajadores, demuestra la importancia que se les concede a estos actores.
Entonces, ¿hasta qué punto resulta tolerable que vuelquen sobre el bolsillo de los pasajeros las carencias, contradicciones y fallas administrativas que los afectan o la mera sed de ganancias de dueños, arrendatarios y etcéteras? ¿Qué justifica el hecho de que el pasado miércoles 8 de mayo, a la 1:16 de la tarde, el importe del pasaje de la zona hospitalaria al Parque Vidal subió de 20 a 50 pesos en algunas motonetas, y se disparó a 100 pesos hasta la Terminal de Ómibus Intermunicipal, como resultado de un alquiler casi obligatorio?
Entre la necesidad y el abuso, tenemos que mirar desde otra orilla el río revuelto para ver, más allá de la bonanza de unos pocos, la desventaja de la mayoría que nada a diario contra la corriente.
Lunes, 27 Mayo 2024 11:05
quizas no se han dado cuenta pero los carretones ya están cargando mas personas que la permitida, incluyendo el asiento de la parte delantera,