El heroísmo en 71 Moncadas

El 26 de julio de 1953,  jóvenes dirigidos por Fidel Castro Ruz convirtieron en revolución la respuesta al golpe militar del 10 de marzo de 1952.

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Fidel y asaltantes al cuartel Moncada saliendo de la prisión en la Isla de Pinos.
(Foto: Tomada de Internet)
Mónica Sardiña Molina
Mónica Sardiña Molina
@monicasm97
94
30 Julio 2024

«En Oriente se respira todavía el aire de la epopeya gloriosa y, al amanecer, cuando los gallos cantan como clarines que tocan la diana llamando a los soldados, y el sol se eleva radiante sobre las empinadas montañas, cada día parece que va a ser otra vez el de Yara o el de Baire», aseveró Fidel Castro Ruz en su alegato de autodefensa, conocido como La historia me absolverá.

El 26 de julio de 1953 fue el domingo del Moncada. La ciudad de Santiago de Cuba, trasnochada aún por los festejos del carnaval, se vistió otra vez heroica, y le regaló a Cuba un nuevo despertar cargado de historia, juventud, sangre, gallardía, patriotismo y esperanza.

Le volvió a tocar a Oriente desperezar a una isla adormilada tras el cuartelazo del 10 de marzo de 1952, con el cual Fulgencio Batista usurpó el poder durante otra temporada, aplastó las garantías que tanto costó plasmar en la Constitución de 1940 e instauró una dictadura militar que impuso los calificativos del horror y el crimen en modo superlativo.

Convencido de que ninguna organización política intentaría restablecer el orden constitucional, Fidel, entonces militante del Partido Ortodoxo y marcado profundamente por las ideas de su líder, Eduardo Chibás, decidió actuar.

«Si no cuentas con la clase obrera, los campesinos, el pueblo humilde, en un país terriblemente explotado y sufrido, todo carecería de sentido», confesó el líder histórico de la Revolución al periodista franco-español Ignacio Ramonet, durante las entrevistas que dieron origen al libro Cien horas con Fidel.

En aquellos sectores sociales, carentes todavía de conciencia de clase, pero con cierto instinto, centró su labor proselitista y de prédica sobre los absurdos de la sociedad y la necesidad de deshacerlos. En apenas unos meses, el joven abogado consiguió reclutar y entrenar a 1200 jóvenes de entre 20 y 24 años.

La actitud antibatistiana de los implicados y la intención de restituir la ley suprema del Estado por la vía de las armas sostenían a aquella fuerza combativa que se formaba en absoluto secreto, con la Universidad de La Habana como epicentro de la preparación. Cada centavo salió de los ingresos y ahorros personales de quienes la constituían, y hacer la revolución no figuraba ni siquiera como una aspiración utópica, aunque la historia demostró que no podría ser de otra manera.

Para ejecutar el plan, milimétricamente coordinado, más de 150 jóvenes atravesaron la isla, y en su trayecto, Fidel realizó una breve escala en Santa Clara para comprar un par de espejuelos. Seis hijos de la actual provincia de Villa Clara estaban involucrados en los asaltos: los hermanos Haydée y Abel Santamaría Cuadrado —una de las dos mujeres participantes y el segundo jefe de las acciones, respectivamente— (Encrucijada), Elpidio Sosa González y Roberto Mederos Rodríguez (Sagua la Grande), Pablo Agüero Guedes (Caibarién) y Osvaldo Socarrás Martínez (Santa Clara).

En la noche del 25 de julio, cuando se reunieron en la granjita Siboney, los asaltantes conocieron los objetivos y a las 5:15 de la madrugada del 26, vestidos con los uniformes del ejército de Batista y con los grados de sargento —solo se diferenciaban de los soldados por los zapatos y las armas que portaban—, tomaron «la historia por asalto».

Al atacar, de manera simultánea, el cuartel Moncada, el hospital general Saturnino Lora y el Palacio de Justicia, en Santiago de Cuba, y el cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, la intención no era luchar contra los soldados, sino ocupar la segunda fortaleza militar más importante del país, controlar las armas, convocar al pueblo a la huelga general e invitar a los militares honorables del régimen a unirse a la causa contra el tirano.

De manera exitosa transcurrieron la toma del Hospital Civil, bajo el mando de Abel Santamaría, y del Palacio de Justicia, comandada por Raúl Castro. Sin embargo, la aparición no prevista de una patrulla, la pérdida de la ventaja de la sorpresa, el inicio del combate fuera de los muros del Moncada, con una superioridad que favorecía a las tropas regulares a razón de 15 a 1, y la inevitable desorganización de los asaltantes, en una ciudad que desconocían, desencadenaron el fracaso táctico y obligaron al repliegue.

Mientras los pobladores de Santiago de Cuba se preguntaban el motivo de los disparos y de las sirenas que irrumpieron al amanecer de aquel domingo, una ola de persecución, tortura y muerte bañó la ciudad durante días.

El saldo de 5 caídos en combate y 56 asesinados después confirma la matanza de dimensiones dantescas, a juicio del propio Fidel, que se extendió, incluso, a la población civil, porque la orden de La Habana fue «matar diez prisioneros por cada soldado muerto».

Sin alterar la proporción, durante una de las audiencias del juicio amañado que se le celebró, el acusado, devenido acusador, recurrió a uno de los antecedentes más dolorosos de la historia de Cuba y pidió a los magistrados: «Multiplicad por diez el crimen del 27 de noviembre de 1871 y tendréis los crímenes monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29 de julio de 1953 en Oriente».

Triste protagonismo desempeñaron los Santamaría Cuadrado en medio de tanto horror, debido al asesinato de Abel, «el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante la historia de Cuba», y la fortaleza sin igual de Haydée. Cuando intentaron que sucumbiera ante la prueba del martirio al cual sometieron a su hermano, respondió: «Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo», y al anuncio de que habían matado, también, a su novio, expresó: «Él no está muerto, porque morir por la patria es vivir».

«En justo tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos militares, pero tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de condiciones, una soberana paliza a todos los generales del 10 de marzo juntos, que no son ni militares ni patriotas», sentenció Fidel sobre los jóvenes mártires.

En caso de no cumplirse los objetivos, el plan contemplaba iniciar la lucha armada desde las montañas orientales, pero al máximo líder de las acciones solo lo siguieron 18 hombres hasta la cordillera de la Gran Piedra, donde los acorralaron el hambre, la sed, la inexperiencia en la guerrilla, la persecución del ejército en terreno desconocido… y fueron capturados días más tarde.

En el extremo opuesto de la vileza de muchos uniformados de la dictadura, brilló la dignidad del teniente Pedro Sarría, quien detuvo a Fidel junto a algunos compañeros, e insistió a los soldados bajo su mando: «No disparen, las ideas no se matan», para mantener con vida a los moncadistas.

El encarcelamiento, la incomunicación, las noticias de la masacre desatada, la violación de toda clase de derechos, como prisionero y como su propio defensor, y los intentos de silenciarlo, fueron otras de las batallas libradas por Fidel en las semanas posteriores al asalto. Las venció todas y se consolidó como líder de la transformación revolucionaria, casi seis años después.

Desde entonces, el Comandante en Jefe tenía claro que la mejor manera de pagar las decenas de vidas ofrendadas a la patria no sería con sangre, sino con la felicidad del pueblo, definido como «la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa».

El alegato de autodefensa se convirtió en programa de lucha, al esbozar los problemas fundamentales que aquejaban a la sociedad de entonces y las medidas que adoptaría el gobierno revolucionario en el poder para solucionarlos. En las páginas que salieron ocultas del Presidio Modelo y fueron distribuidas de forma clandestina se advierte, incluso, la génesis de la Revolución que se declaró socialista en abril de 1961: el único camino posible para tales transformaciones.

Si, al decir de Armando Hart Dávalos, «en el 26 de julio se expresaron la síntesis del pensamiento y el programa de José Martí con las realidades y exigencias de la sociedad cubana de la década del cincuenta», necesitamos seguir desempolvando los conceptos del autor intelectual del Moncada, la tradición del pensamiento cubano que precede a los heroicos sucesos del año de su centenario y la experiencia posterior, para librar con éxito todos los asaltos que necesita Cuba hoy.

Porque, como sentenció aquel veinteañero osado que no claudicó ante el revés, «los problemas de la República sólo tienen solución si nos dedicamos a luchar por ella con la misma energía, honradez y patriotismo que invirtieron nuestros libertadores en crearla».

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