Mediodía en el parque Leoncio Vidal. Un grupo de jóvenes se amontona en un banco. No hablan sobre intereses en común, ni de cómo les fue su mañana. Quizás, porque no les importa, o a lo mejor el ruido que los envuelve es demasiado fuerte como para escuchar sus propias voces. Llevan consigo una bocina, y La Triple M, del cantante Mawell, acapara la atención de toda aquella persona que pasa cerca. No es un sitio para escuchar música a un volumen estridente; pero, la misma situación —un tanto incómoda y grosera— se repite en cada esquina santaclareña.
La música constituye una expresión artística y cultural que ha ido evolucionando con el decurso de los años. Representación de tendencias sociales por épocas, durante las últimas décadas algunos de sus géneros han producido bastante controversia, sobre todo, por cómo influyen sobre las generaciones actuales. Un claro ejemplo de ello es el llamado reparto.
Como variante más críptica del reguetón, el impacto de este estilo urbano llega a ser, cuanto menos, preocupante. La música es un instrumento de peso en la formación de valores, creencias y comportamientos; y los jóvenes, en medio de un proceso de construcción de su identidad, han adoptado a partir de sus letras, hábitos o estilos de vida que se salen de la línea tradicional y sana establecida para ese rango de edad.
En cafés, espacios públicos y hasta en las escuelas, se ha vuelto algo cotidiano recibir el impacto directo de líricas agresivas e irreverentes, que corrompen todo aquello que ha sido adecuado en lo cívico y lo moral.
Adolescentes de temprana edad, y también personas que oscilan entre los 20 y 30 años, bailan provocativamente al ritmo del reparto, corean letras pedestres de memoria, e incorporan frases de dichas canciones al habla diaria. Se ha cambiado el «permiso señora» por el «deme un cinco pa’ pasar, tía», o «el amigo» por «el traste».
Muchas expresiones y jergas se van integrando al lenguaje común, pese a que a menudo carecen de profundidad o significado. Expresarse de manera vulgar ya es tendencia.
Violencia, actitudes desafiantes o rebeldes y consumo de sustancias son de los temas más normalizados y abordados en el contenido del género. Así, cuando no se es capaz de discernir entre el bien y el mal, las conductas autodestructivas se vuelven frecuentes. Fumar con 13 años o llegar borrachos, de madrugada a casa, resultan una triste y recurrente realidad en la Cuba de hoy, y, lejos de disminuir, esta situación no hace más que ir en aumento.
Por igual, los jóvenes que se sienten apoyados por sus «refe-rentes musicales» adoptan en ocasiones posturas de desprecio hacia la autoridad y la sociedad, sin ser conscientes de que ello puede traer consigo conflictos con la familia, la escuela y la comunidad que los acoge como ciudadanos.
Lo mismo ocurre con el género femenino. Frases como «dale que te como toa», «sé mi juguete» o «darte con maldad», no solo minimizan lo erróneo en las actitudes machistas, sino que ubican a las mujeres como simples objetos sexuales, degradando así su valor.
En cuanto a las formas de ves-tir, el reparto ha impulsado una moda caracterizada por la os-tentación y el exceso. Existe la presión de adoptar estilos que reflejen las imágenes de los vídeos musicales: ropa ajustada que no deje nada a la imaginación, accesorios llamativos y una estética que, a menudo, desafía toda norma. No conseguir esta apariencia lleva a problemas de autoestima y a cuadros comparativos dañinos, y ahí radica el gran problema.
No se trata de estigmatizar a priori el género reparto. Para nada. Esa expresión musical es ya una señal autóctona de cubanía. Los artistas que lo defienden y ponen su nombre en alto merecen el mismo reconocimiento que cualquier otro cantautor.
Tampoco apostemos por huirle o engañarse. Una buena canción de reparto anima las fiestas, las lleva a su punto máximo de disfrute. El asunto está en saber poner límites. Música es música, y si influye en las personalidades, que lo haga positivamente. No se debe apoyar lo malo, y, mucho menos, aplaudirlo.