El primer monumento a Ernesto Guevara de la Serna levantado en el mundo fue en Santiago de Chile, en 1970. Un Che de bronce, en posición de resistencia, con el fusil alzado por ambas manos y una cara desfigurada por el grito de batalla; era el homenaje al guerrillero, el tributo a la libertad.
Cuentan que la monolítica estructura fue derribada de raíz la noche del 16 de septiembre de 1973, días después del golpe militar que derrocó a Salvador Allende. Los detractores de las ideologías revolucionarias pretendían sepultar con vejaciones un sistema creciente y un hombre luz que, pese a fallecer en octubre de 1967, vivía y vive elevado a la categoría de mito, de verdad que se instala para profesarla siempre.
El Che no era un ser perfecto, distaba de ello; un hombre completo, sí; cabal, de pasión y audacia desmedidas, de inmensa estatura internacionalista y terquedad insurrecta, de autenticidades, voz propia y entrega total, altruismo a manos llenas, validez incuestionable. Un aventurero, rudo, áspero, viril. Era «un soldado de América», como enunció en su camino a encontrarse con la historia y encumbrarla, en julio de 1953.
Cuentan que en Vallegrande, un pueblo atónito acudía a contemplar los restos de un guerrillero caído en un cerco de granujas. Que su cuerpo yacía con los ojos abiertos como chasco de quienes mataron al guerrillero de carne y hueso. ¡Qué ilusos! Sus francas pupilas avivaron el fuego eterno de la Revolución en América.
«Podríamos decir que Guevara fue el primer influencer latinoamericano», proclamó en entrevista a la BBC el escritor y periodista chileno Juan Pablo Meneses.
Guevara permanece, se multiplica, se metamorfosea como ícono de resistencia a nivel internacional; no como un dios, sino como legión digna y altiva, como un padre de herencia imborrable y legado seguro.
«Yo sabía que ibas a volver, que ibas a volver de cualquier lugar, porque el dolor no ha matado la utopía, porque el amor es eterno y la gente que te ama no te olvida. Tú sabías bien, desde aquella vez, que ibas a crecer, que ibas a quedar, porque la fe clara limpia las heridas, porque tu espíritu es humilde y reencarnas en los pobres y en sus vidas», le cantó Gerardo Alfonso.
Y hoy, «sigue bregando dulce y tenaz por la dicha del hombre», como expresara Benedetti. «No haya duelo por él, ganó la llamarada del que se ofrenda entero. Todos los apelativos del mundo lo entienden, lo besan, lo sujetan: héroe, sin esperar más gloria que el futuro alegre. No haya duelo.
Su victoria es la nuestra; no cejamos: siglo tras siglo», sentenció Feijóo. Y es que nuestra peregrinación moral hacia el Che no terminará nunca.