De madrugada, hace 68 noviembres, una pequeña embarcación de recreo se convirtió en un buque de guerra, cuando zarpó desde un puerto mexicano hasta la insurrección, en la serranía oriental de Cuba.
Con el peligro de la zozobra atenazándole la quilla soportaba a bordo el peso de 82 almas, el arsenal conseguido durante el exilio, las mochilas de campaña con lo imprescindible para comenzar una guerrilla, y las esperanzas de una muchedumbre ávida de justicia, tras siglos de yugo colonial y décadas de dominio imperialista.
El timonel de aquella aventura contaba apenas 30 años, la herencia segura de la fortuna familiar en su natal Birán, un prometedor título de abogado e inteligencia suficiente para escalar en la sociedad republicana de los años 50; incluso, podría sacar ventaja en el negocio de la política.
Pero también tenía estatura de gigante, fibra de líder, temple de guerrero, convicción de patriota, corazón de pueblo. Y se lanzó al mar tempestuoso con la misma tenacidad con que asaltó antes la segunda fortaleza militar más grande del país, volteó el juicio contra el régimen tiránico que había usurpado el poder, asumió su condena y convirtió la cárcel en espacio fecundo para gestar nuevas batallas, justo como hizo el Apóstol, cuyas doctrinas llevaba en el corazón.
Dos días después de lo previsto, el yate bautizado Granma —entonces podría llamarse Patria, Cuba o Liberación— se balanceaba aliviado en las cercanías de playa Las Coloradas, mientras los expedicionarios se abrían paso entre el mangle, el lodo y los mosquitos.
Alegría de Pío, el nombre del sitio del primer combate, lucía irónico bajo el hostigamiento de la aviación batistiana, los primeros heridos, los muertos y la dispersión del grupo. Cuando días después el líder guerrillero se reunió con su hermano, un puñado de hombres y fusiles que apenas alcanzaban para todos, y aseguró «¡Ahora sí ganamos la guerra!», nadie supo si tildarlo de loco, suicida o tocado por algún poder divino.
Abrazado a esa esperanza, la imprescindible ayuda campesina y el respaldo clandestino desde pueblos y ciudades, condujo los destinos de la tropa loma arriba, para derramar los dominios rojinegros sobre un mar verde de montañas. La columna se volvió ejército; los mejores soldados, comandantes; la guerrilla, noticia, y los intentos de exterminarla, fracasos.
Triunfó la invasión, huyó el tirano, los barbudos llegaron al poder y se lo entregaron, por fin, a la multitud que los aclamaba en cada poblado, de Oriente a Occidente. Desde un balcón en la maternal ciudad de Santiago de Cuba, el joven timonel anunciaba una travesía más difícil y peligrosa que la que los había llevado hasta allí, con muchas más vidas en juego, por aguas desconocidas, en una embarcación estrecha y alargada, siempre en la mira de la «cañonera norteamericana», pero erigida como faro de emancipación en el Caribe.
Se sumaron los campesinos dueños de la tierra que labraban, los obreros con empleo seguro, los inquilinos libres de alquileres abusivos y desalojos, los niños y adolescentes asomados ante un horizonte educativo, las mujeres dueñas de la oportunidad de ser más que madres y amas de casa, los artistas e intelectuales cuya obra descolonizadora cimentó una casa para las Américas, los profesionales y científicos con formación integral, dispuestos a poner sus saberes en beneficio de toda la sociedad y colocar a Cuba a la altura de los estándares más exigentes; el pueblo uniformado en tropas regulares y milicias, los atletas que izaron la bandera de la Estrella Solitaria en el Olimpo... la ciudadanía merecedora de derechos y bienestar sin condiciones.
Inseparable de la masa empoderada, el timonel soportó agresiones de todo tipo, venció ataques mercenarios, enfrentó inclemencias meteorológicas, lideró epopeyas de liberación y cooperación más allá de las fronteras cubanas, libró batallas de ideas, guio con el ejemplo la construcción socialista, hizo gala de una diplomacia de profeta, se estremeció con las 3478 muertes que provocó el terrorismo y en cada despedida brilló aún más como orador; se equivocó, asumió y rectificó sus errores; habló siempre con honestidad; escuchó, abrazó y acompañó a los humildes, consolidó hermandades con defensores de causas nobles en todas las latitudes, se ganó la admiración de seguidores y adversarios, y mantuvo joven el pensamiento mientras el cuerpo sucumbía a los años.
Hace ocho noviembres, el guía con grados de Comandante en Jefe atracó en el puerto de la eternidad. Se aseguró de dejar una estela de enseñanzas que sirven de brújula al caimán itinerante, capitaneado ahora por otra tripulación, con pasajeros hijos de un tiempo distinto. Aunque en nada se parece a quienes zarparon en enero de 1959 o en décadas posteriores, la nueva generación sigue su propio rumbo sobre el mismo mapa de fidelidad y soberanía que trazó el timonel inmortal.
Lunes, 25 Noviembre 2024 08:13
como se suele decir cuando se habla de Fidel
.... el fue al futuro y regresó y nos entregó sus vivencias....