
No me gusta mucho reiterar los temas ni verme obligada a buscar una manera distinta de decir lo mismo, pero hay tópicos tan universales que se vuelven cíclicos, obligatorios, clásicos, y muchas veces nuestro discurso resulta una paráfrasis de lo que otros dijeron antes, y la cotidianidad, un déjà vu de vidas anteriores.
Desde que Reinaldo, mi profesor guía de noveno grado, escribió en la pizarra el término «empatía» y nos explicó su significado, se convirtió en una de mis palabras favoritas. He recurrido a ella en varios textos e intento practicarla a diario, como una máxima en la vida.
Por eso esta vez escribo en primera persona. Asumo los riesgos que supone opinar sobre asuntos de los cuales nunca sabré todos los detalles o, víctima de la subjetividad, dedicar mayor atención a situaciones que me resultan cercanas y dejar en segundo plano lo que para otros es verdaderamente importante. Sin embargo, más peligroso me parece permanecer inerte ante la brecha que se agiganta entre la sociedad a la cual aspiramos y la que tenemos.
En un contexto doméstico de supervivencia, dominado por las incontables horas de apagón, los desencuentros entre el ratico de electricidad y el abasto de agua, y las dificultades para adquirir alimentos, medicinas, productos de aseo, gas, carbón o dinero en efectivo —entre tantas otras urgencias—, pensar un poquito más allá traza uno de los límites entre civilización y barbarie.
En medio del apuro por satisfacer necesidades básicas a las cuales no teníamos que dedicar tanto tiempo y esfuerzo en otros momentos, conviene cambiar el espejo por un cristal y mirar, además de a nosotros mismos, a otros que están pasándolo igual o peor, con quienes no tenemos justificación para ser mezquinos, indolentes o agresivos; ni en el barrio, ni en una cola, ni en las redes sociales, ni desde un buró, ni con un mar de por medio.
Quiero mantener la mente positiva y una actitud optimista, sin despegar los pies del suelo; no para conformarme porque el escenario es aún menos angustioso que en tiempos pasados, sino para intentar volver a los que fueron más esperanzadores, e incluso, superarlos; para salir de mi burbuja de vez en cuando y ayudar —o, al menos, comprender— desde el respeto, en lugar de minimizar el sentir ajeno por no parecerse al mío.
Quiero hacer justicia a la proporción biológica de dos oídos, dos manos y una boca, para escuchar y actuar antes de juzgar, y dialogar en vez de acallar lo que me incomoda.
Quiero que la crítica sea constructiva, equilibrada, para que no intoxique a quien la recibe ni condene a quien la hace, y que resuelva la dificultad que aqueja a la mayoría.
Quiero «arreglar» la casa para los míos y no solo para las visitas, asumir mi responsabilidad con el bienestar común todos los días, no cuando un jefe oriente y supervise, porque si el compromiso con «los de abajo» contradice a «los de arriba» o viceversa, tenemos un problema.
No quiero que la desidia y la indiferencia naturalicen lo que no funciona sin intentar cambiarlo, que los burócratas sigan sumando trabas a los trámites, que los caprichos y el orgullo quiebren los puentes que tanto necesita esta isla para mantenerse unida desde todas las latitudes, que el morbo de publicar el dolor succione las ganas de encontrarle alivio, que la hojarasca oculte las esencias y el gris impida ver otros colores donde todavía queda esperanza, o donde nos toca volver a sembrarla.