
Encontrar parientes extraviados entre las ramas del árbol genealógico, mantener el contacto con familiares, amigos, compañeros de estudio y trabajo o antiguos vecinos que ya no viven cerca; abrir un universo de conocimiento, con solo un toque, en todo momento y desde cualquier lugar; acceder de manera instantánea a productos y servicios, trabajar, estudiar o enseñar a distancia; entablar nuevas relaciones, debatir con otras personas sobre gustos, opiniones e intereses; compartir nuestra imagen al mundo, evadir complicaciones cotidianas con contenidos que divierten y entretienen...
Casi todo parece posible en la era de internet, las redes sociales digitales, las inteligencias artificiales y todas las tecnologías asociadas.
Sin embargo, el «milagro» del siglo XXI trae asociadas tantas contradicciones, que ya no queda claro quién usa a quién, cuándo nos conquistó y colonizó el algoritmo, cuánto de antisociales tienen las redes y en qué momento dejamos de ser consumidores para convertimos en mercancía.
Detrás de los fines superficiales de facilitar la comunicación, el intercambio de información y la creación de comunidades virtuales, subyacen intereses mucho menos altruistas, como captar y retener la atención de los usuarios en plataformas diseñadas para crear adicción, vigilar su comportamiento a partir de la información personal y los rastros digitales que dejan, almacenar y procesar cantidades millonarias de datos para crear perfiles que permiten predecir conductas, controlar y manipular los pensamientos, comportamientos y valores de las personas, con fines comerciales, propagandísticos, electorales, de desestabilización o reforzamiento del poder.
El algoritmo nos aísla en una burbuja a la que entramos dócilmente y de la cual no queremos salir, porque resulta demasiado cómodo vivir rodeados de otros que piensan y se comportan de forma similar. Da mucha pereza meternos en burbujas distantes para conocer, escuchar o valorar a quienes no comparten nuestros puntos de vista.
En caso de que nos aventuremos a debatir, la polarización social hace su «magia» con el rechazo mutuo desde los extremos, o aparecen las cuentas falsas y los robots mandados a silenciar todo criterio distinto al que la minoría con suficiente poder económico, político y tecnológico quiere establecer.
Como en vitrina vemos la información encapsulada, desprovista de contexto y significado, y cuyo valor depende de las interacciones que genere; la veracidad suplantada por noticias falsas o medianamente ciertas, que circulan seis veces más rápido que los hechos comprobados; la viralización de las emociones, la banalización de la vida, la glorificación de lo material y la pérdida de la autonomía.
Los niños, adolescentes y jóvenes resultan más vulnerables, porque permanecen expuestos durante más tiempo y carecen de suficiente madurez para adoptar una postura crítica y reflexiva sobre lo que ven a través del móvil. Además, la brecha tecnológica generacional no siempre permite a los padres y educadores supervisar qué consumen, porque carecen de conocimientos y herramientas para ejercer el control.
Investigaciones han demostrado que el abuso de las redes sociales incide negativamente sobre la atención, la concentración, la creatividad, la resolución de problemas, el control de impulsos, la percepción de la realidad, la autoestima, la construcción de la identidad personal, las relaciones sociales, la autorregulación de las emociones, la gestión del estrés y la frustración, las conductas alimentarias y de sueño, el rendimiento escolar y laboral, el consumo de drogas, el comportamiento sexual, la salud en general y otras muchas cuestiones.
Si a alguien le parece exagerado, recordemos que los dueños y programadores de estas plataformas mantienen a sus hijos alejados de internet y de las pantallas, una máxima similar a la del narcotraficante, que vende, pero no consume.
En Cuba, como llegamos atrasados a las redes, también se nos ha retardado la percepción sobre su funcionamiento y la necesidad de un consumo consciente y responsable.
A diario vemos la (auto)exposición indiscriminada de datos personales, la cosificación de las personas, sentimientos y valores; la superficialidad como dueña y señora del ciberespacio, la racionalidad prófuga, la agresividad en los criterios —no siempre desde el anonimato—, el irrespeto hacia la intimidad, la integridad y la imagen ajena; la deshumanización que hurga en la enfermedad, la desgracia y la muerte para manipular emociones; los engaños y estafas, el ataque permanente a la instituciones, dirigentes, funcionarios, artistas, médicos, intelectuales y todo el que pelea desde esta trinchera en la guerra mediática que se nos hace, y la ignorancia, sobre todo, la ignorancia.
Pecaríamos de ingenuos si aspiramos a que el algoritmo cambie en beneficio de la humanidad, a dominar espacios controlados por otros o a limitar el acceso a los medios digitales; pero la práctica ha demostrado que hay cabida también para contenidos contrahegemónicos, emancipadores, que potencien la calidad, la ética y la diversidad cultural.
Urgen una alfabetización tecnológica, según las necesidades y carencias de cada usuario; ofertas alternativas de socialización y ocio que nos despeguen de las pantallas al menos un rato, y un ejercicio activo de la conciencia para cuestionar la veracidad, utilidad e intención de todo lo que nos «sugieren» consumir.