
Existe cierto nivel de asombro en las personas circundantes a mi grupo de amigos. Siempre que estamos juntos nos observan atentos, interesados, curiosos. Muchos se han acercado a conversar, deseosos de respuestas e incrédulos ante tal escenario. Nadie entiende cómo, o por qué, hemos continuado juntos por tantos años.
Días atrás, una de nuestras profesoras compartió su satisfacción al vernos congregadas, otra vez, en el portal donde tareas, clases de inglés y dramas románticos acaparaban las puestas de sol en la adolescencia.
De princesas pasábamos a fanáticas del deporte y la literatura. Ahondar en las preferencias de las demás era orgánico, fluido y natural. Los encantos de héroes homéricos y modernos convertían el almuerzo en tertulias. Un encuentro de opiniones jamás fue presta a malentendidos y distanciamientos.
Así llegaron los conciertos de Buena Fe, las parrandas, las salidas a tomar helado, los fines de año, las fiestas de disfraces, las madrugadas de desvelo y las «crisis existenciales». Los 365 días del calendario tenían carácter festivo en el pequeño portal, donde admiramos la grandeza del pueblo.
El llanto por rupturas, los porqués del primer amor, las sonrisas tontas ante un mensaje y la felicidad de un sí tuvieron su estirpe. Incluso en la actualidad, nada sucede sin que lo sepan. Garantizan la estabilidad de una mirada analítica, protectora e inquebrantable. El miedo se torna ligero y simple con la frase oportuna y las palabras de aterrizaje forzoso.
Mis amigos y yo nos conocemos desde niños. Nos elegimos el primer día de pañoleta o en el círculo infantil. Compartimos la infancia. Jugamos a ser quiénes somos. Crecimos entre aventuras al río y la playa. Sus abuelos llegaron a ser los nuestros, sus padres hoy son confidentes y miembros del club.
La elección de carreras dispersó la tropa, pero el fin de semana nos devolvió la oportunidad de reunirnos. Disfrutar de su compañía hizo grato y ligero momentos de angustia; dio lucidez a gestos ansiosos y hombros caídos. Permitió el nacimiento de lágrimas reprimidas y risas ahogadas en absurda solemnidad. Fueron ellas, las del escáner al elegido y el convencimiento a mamá.
Dos décadas de amor no se pueden resumir en tan pocas líneas. Una descripción de acontecimientos se transformaría en serie de varias temporadas. La incredulidad de quienes nos admiran radica en la aceptación de nuestras diferencias y su compenetración a través del espacio-tiempo.
Lo raro es que la admiración y el respeto aumentan conforme a las decisiones tomadas. Las conversaciones cedieron a las responsabilidades de la adultez. Sin embargo, la narración tomó matiz de grabación de voz, la inmediatez sugirió un lugar a la espera y el café adoptó aires de instantánea.
Alguien me preguntó una vez por qué seguíamos unidos si todos estábamos distantes. No puedo explicar con palabras la grandeza de los sentimientos genuinos. Por eso, en aquella ocasión, y en esta, solo pude afirmar que, simplemente, éramos mis amigos y yo.