
Aquel pilongo no podía creerlo. Tantos años después de haberse alejado de su ciudad, toparse así, al azar, en el viaje diario, con semejante suceso. Fue como volver atrás, regresar a la ciudad que le sirvió de cuna: la voz de sus compatriotas, la música local, la vieja casa de la abuela donde escuchó por primera vez la radio.
Seducido por las voces conocidas, se perdió por segundos en sus reflexiones. Mientras tanto observaba, desfigurado por la velocidad del metro, el escenario de la nórdica ciudad que lo convertía en extranjero. No, definitivamente en la suya, en la nuestra, no hallaría mares ni costas ni playas. Tampoco, fiordos, nieve o montañas. « ¿A quién le importa? Yo digo Santa Clara y no hay quien se me resista », pensó.
El hombre, que escurridizo se marchó de su terruño, solo pensaba en el reencuentro. Porque la nostalgia del santaclareño ausente resulta una fuerza potente, invisible, que emburuja el alma. La necesidad de sentir el aquí y el ahora de su ciudad, aunque fuese intangible, comenzaba a carcomer su pecho. Entonces, la disputa, la tormenta de nombres, de hechos, de vagos recuerdos…
Su valentía ahora deviene debilidad y el pilongo sostiene fuertemente el celular para no perder el más mínimo detalle de aquella escucha. El caso es que, tantos años después, no pensó tener su ciudad así, delante, justo en medio de un sinnúmero de gente desconocida que no puede entender lo que se siente. Miradas extrañas enfocan sus ojos húmedos. El nudo en la garganta. Las ganas incontenibles de decir…
Segundos antes había recordado a Marta Abreu. A ella, ¡quién mejor para entenderla!, porque estuvo lejos y murió lejos luego de tanto amor a la Santa. ¡Qué osadía el compararse! Pero el placer que inspira la patria lo obligó al atrevimiento y a seguir reconstruyendo, a flashazos, irracionalmente, sin aparente lógica, una película muy suya.
Leoncio Vidal y su parque, los héroes que vio correr gritando independencia sumido en las lecturas escolares de su pequeña escuela. Proclamas, libros, periódicos… Leyendas que nacieron. El Bélico y Perico. El Mejunje de su juventud. Las explosivas disputas por las victorias del equipo anaranjado. El hoy que se construye palmo a palmo. Mañana.
«Santa Clara es Santa Clara, nomás », pensó. No hay imagen que la caracterice ni ciudad que se le parezca. Y un chovinismo extremo a veces lo atormenta cuando se la comparan. «Es allí donde con celo resguardo mis recuerdos, donde están mis muertos », interpela vorazmente ante las invisibles provocaciones, que imagina.
Es tan fuerte el sentimiento de la lejanía, que mientras el rumor del tiempo transcurrido soplaba, el santaclareño afinó los oídos y cada detalle sonoro le habló de ella: el reconocido eslogan de la Reina Radial, los locutores, la vox populi, cada memoria colectiva que desde el olvido comenzaron a colorearse. Entonces, el hombre se reprocha y acepta que aquellos recuerdos nunca debieron irse al más allá. «Que sí, compadre, que extraño », se consuela.
Aquel pilongo, santaclareño ausente, que desde un metro de Noruega captaba por primera vez la señal de la CMHW en tiempo real, no pudo contenerse. El nudo en la garganta. Las ganas incontenibles de decir tanto como se pueda en un email. «Estoy con lágrimas en los ojos. Al fin, me siento como en casa », escribió a los colegas de Patria, programa matutino de nuestra planta radial.
He escuchado varias veces este relato, contado por un querido locutor de la CMHW a quien le emocionó sobremanera esta historia de vida. Una vez recreada por la inventiva de quien escribe, creí que era digna para el aniversario. Porque 329 años multiplicados por el sentimiento de cada pilongo que ha vivido, añorado o soñado esta ciudad desde la distancia, es lo único que pudiera acercarnos a lo que realmente Santa Clara significa. ¡Gloria a la patria chica que enorgullece a sus hijos!