Sixto Mayea Moya, con su piel sepia y cadencioso caminar, es una de las viejas figuras populares que nos quedan en Santa Clara. Me lo encuentro solitario en un banco del Parque Vidal, y brotan sus recuerdos.
Desde los cinco años vengo a este lugar. Entonces, dentro de su área estaba la Iglesia Parroquial Mayor. Y a pesar de esa significativa inicial presencia, durante mucho tiempo fue escenario de racismo; por un lado, los blancos, por el otro, la gente de color. En la era del tirano Machado, cierta vez, al compás de una contagiosa música, un moreno traspasó la línea alba; vino la Policía, después la Guardia Rural, a imponer el «orden ». Y a porrazos y plan de machete desalojaron y persiguieron a los prietos y mulatos, hombres y mujeres, a través de las calles aledañas. Julio Antonio Mella relató los hechos en la Revista Universitaria, bajo un título que más o menos decía: La sangre negra corre en Santa Clara…
Mayea Moya, quizá satisfecho con la apacibilidad actual del paseo sigue el recuento, pero lo interrumpo:

Cuéntame de tus andanzas con el burro Perico.
Sixto se ganaba la vida realizando innumerables cosas. Solo a partir del triunfo de la Revolución, al lado del ingeniero Elpidio Tandrón, adquirió un oficio fijo: albañil. Así, pues, cuando su amigo José Isabel dejó de cuidar al famoso asno, a finales de los años 30, le echa mano al «puesto ».
Su dueño, don Elías Pérez, poseía, en la calle San Cristóbal, entre Maceo y Unión, un negocio consistente en la compra de botellas, que luego vendía a las agencias cerveceras. Allí también Perico tenía su techo.
Don Elías me pagaba 20 centavos diarios por atender al borrico y llevarlo a pastar a orillas del río, y otros 20 por hacerle mandados. Buena «defensa » en aquella época. Por solo siete, la fonda del chino Andrés, en San Cristóbal, entre Colón y el callejón de la Plaza, ofertaba una «completa » plato colmado de arroz, frijoles, picadillo, todo revuelto, más café de borra, y uno salía con la barriga llena. Lo difícil era conseguir los «kilos ».
Según Mayea, no podía afirmarse que Perico fuera vagabundo. Tiraba de un carretoncito en la transportación de caña para los tres trapiches guaraperos de su propietario. Mas con frecuencia se escapaba al desengancharlo del vehículo, o en cualquier descuido cogía directo por la calle Unión hasta cerca de la Terminal Ferroviaria, exactamente en el depósito de cerveza La Polar.
Chacho, el agente, con sentido propagandístico, buscaba un cubo y vertía una docena de botellas, o más, del espumoso líquido. El animal, sediento, a grandes sorbos se lo bebía. Y retomaba por la calle Maceo al establecimiento de su amo.
Paraba en la tienda de Ciro Corcho; le daban pan siempre. Continuaba casa tras casa, coceaba en las puertas hasta que le pusieran algo de comer, fueran fiambres, dulces o pan de nuevo.
Regresaba de tumbo en tumbo, y el inevitable responso caía sobre el pobre pastor: « ¡Ya llegó ese cabrón; viene borracho para no trabajar mañana! ¡Es culpa tuya, que no lo atas! ». A eso respondía: « ¡Coño, no se deja amarrar, se vuelve una fiera, patea con violencia! ».

El cuadrúpedo mantenía una ruta condicionada; sin embargo, los niños, que le pasaban la mano e intentaban montarlo, o los estudiantes, quienes le colocaban en el cuello carteles de protesta, lo desviaban hacia el centro de la ciudad. Y Elías se vio multado en no pocas ocasiones por daño a los jardines del Parque Vidal.
Estas correrías, a lo largo de unos 15 años, hicieron que la notoriedad del asno trascendiera la ciudad y la Isla. Al morir, el 26 de febrero de 1947, lo sepultaron en el patio de la botellería, y despidió el duelo el senador Elio Fileno Cárdenas. The New York Times le dedicó la crónica «Mourning for Perico in Santa Clara » (Llanto por Perico en Santa Clara).
Hoy, Sixto está convencido de que, contrariamente a la torpeza atribuida al pollino, por lo menos este disponía de cierta inteligencia. «Tal era su afición a la cerveza afirma, que si transcurrían varios días sin probarla, me miraba melancólico, suplicante a mi parecer, y yo me apiadaba y lo soltaba. Elías acertaba al imputarme parte de las escapadas ».
Mayea Moya alcanzó también popularidad por otras singularidades de su vida; nunca militó en partido político alguno. Todos, señalaba, prometían en la oposición y, al gobernar, eran lo mismo. No obstante, a los 16 años estuvo enrolado en los disturbios del 12 de agosto, a la caída del «Asno con garras », y engrosó la oleada que arrojó a la calle, desde el segundo piso de su mansión Independencia, entre Alemán y Toscano el mobiliario del célebre machadista San Pedro, incluido un reluciente piano.
«Vaya, sin pensarlo, me metí entre la multitud », me dijo.
¿Y sin pensarlo también le brindaste el tabaco al Comandante Guevara tras la toma de esta ciudad?
El Guerrillero Heroico bajaba por la calle Cuba con un nutrido grupo, y al llegar a la esquina junto al Parque, yo, que acababa de comprar un tabaco barato en el antiguo café Villaclara, me emocioné al verlo, me abrí paso, observé que tenía en los labios un cabo apagado, y de improviso le dije: «Con su permiso, Comandante, tome ». El jefe rebelde movió la cabeza, arrojó el cabo, sonrió, y se puso en la boca el modestísimo puro. La gente me miraba con asombro.
¿No te imaginas por qué lo aceptó? Sencillamente se trataba del gesto espontáneo de un simple obrero.
En efecto, ya titular de Industrias, el administrador de una fábrica de torcidos villareña le obsequió una caja de habanos. El Che, enardecido, objetó: « ¿Conque es para el Ministro? ¿Sabe usted que ese producto no es suyo ni de cada obrero en particular para disponer de él, sino de todo el pueblo? ».
Dejé a Sixto meditabundo en el banco, ensimismado en sus remembranzas. O quizás en lo cambiado del parque aludido por Mella, hoy multirracial y hacia lo culto.
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*Roberto González Quesada (Abreu, 18 de noviembre de 1917-Cienfuegos, 4 de octubre de 2004). Premio Nacional de Periodismo José Martí, fue destacado reportero, columnista y jefe de Redacción del periódico Vanguardia.