
A sus 42 años de compartir juntos en la vida alegrías y tristezas, Elsa Margarita Rodríguez Liriano y Conrado Rodríguez Medina, conocido por todos como Lúa, recuerdan con visible nostalgia la algarabía de los cientos de estudiantes que pasaron por la desaparecida escuela al campo de Cordovanal, municipio Manicaragua, uno de los lejanos asentamientos del Plan Turquino villaclareño.
En el humildísimo hogar los ancianos atendían a estudiantes, padres y profesores que necesitaran de cualquier favor al alcance de sus manos, sin pedir nada a cambio. Los muchachos recibían una atención tan humana y calurosa que, sin importar el paso del tiempo, muchos aún consideran a los viejos como parte de su propia familia.
Quizás el hecho de que Elsa Margarita trajera al mundo diez hijos y Lúa el hombre que ayudó a criarlos aunque no era el padre biológico de ninguno, dotó a ambos de un amor inagotable por los niños y adolescentes de las escuelas santaclareñas, que en cada temporada acudían a esa parte del «fin del mundo » de poco más de 230 habitantes en la actualidad.
Alumnos del preuniversitario Osvaldo Herrera, la secundaria básica Capitán Roberto Rodríguez, los «Camilitos », el politécnico Lázaro Cárdenas, entre otros, supieron del calor de este matrimonio de ancianos cargados de una bondad y cariños inagotables.
Cuando se conocieron, Lúa fungía como arriero y Elsa Margarita laboraba en la cosecha del café. Desde entonces viven en ese mismo lugar rodeado de la intensa vegetación y la fauna de las montañas, y con una relación basada en el apoyo mutuo y el amor incondicional.
Tiempo después, a escasos metros de su vivienda, se levantó un rústico campamento hoy transformado en unidad militar que nunca imaginaron les marcara la vida para siempre.
«En los años ochenta hicieron la escuela, la cual antes estaba más abajo de su actual lugar. Aquí había unas cuantas casitas, pero todo el mundo se fue yendo, y los únicos que nos quedamos fuimos nosotros », recuerda Elsa Margarita.
Comentan que al llegar la escuela al campo sintieron un gran cambio en su vida cotidiana, pues poco a poco la casa se fue llenando de juventud. Sus hijos se marcharon a hacia otras partes, y la compañía de los alumnos les hacía mucho bien.
«Por aquí pasó casi todo el mundo. Nosotros éramos dioses, porque, aunque a veces seamos malcriaos, nos llevamos bien con todo el mundo. Ayudamos a la gente, no importa que sea blanco, negro o amarillo, sea quien sea », afirma Lúa sentado en uno de los viejos sillones de la sala.
Cuentan que dieron cobija hasta a niños operados y enfermos, quienes en la casa podían reposar, guardar los medicamentos, o hervir agua para cualquier necesidad. También, los padres veían los cielos abiertos durante las visitas, pues lo mismo calentaban la comida, buscaban agua fría, aseaban el cabello de los niños o podían lavar la ropa.
«Recuerdo un muchachito que tenía problemas en la familia, que casi no podían venir a verlo. Era un poco “aguantaoâ€, pero lo trajimos para aquí, y yo hasta le daba la comida con la cuchara de mi propia mano. », rememora Lúa y añade: «Si nosotros buscamos la libreta con las direcciones de los muchachos, ni con un avión nos da tiempo de visitarlos a todos en Santa Clara », expresa con una sonrisa.
Dicen los ancianos que algunos adolescentes y profesores volvieron a visitarlos con el tiempo, pero ya no acuden tanto como antes. A pesar de ello, ambos los sienten dentro de sus corazones, y aunque el campamento dejó de existir a cada rato escuchan, con cierta nostalgia, la algarabía y la risa de sus otros cientos de hijos y nietos.