Luque, mucho corazón en el box

Este lunes se cumplen 60 años de la muerte de Adolfo Luque, el primer lanzador latinoamericano que ganó un juego en las series mundiales de Grandes Ligas.

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Adolfo Luque
Adolfo Luque. (Foto: Tomada de Internet).
Osvaldo Rojas Garay
Osvaldo Rojas Garay
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03 Julio 2017

Pocos peloteros cubanos gozaron en la primera mitad del siglo pasado de tanta popularidad como Adolfo Domingo Luque Guzmán,   de quien se cumplen este lunes 3 de julio 60 años de su desaparición fí­sica.

Nacido el 4 de agosto de 1890, el legendario Habana Perfecto o Papá Montero –como también le conocí­an- accedió a las Grandes Ligas con la franela de los Bravos de Boston en la Liga Nacional, en 1914 y se mantuvo   durante 20 campañas hasta que en 1935 tiró sus últimas pelotas en ese béisbol con los Gigantes de Nueva York, después de haber vestido también el uniforme de los Rojos de Cincinnati y los Dodgers de Brooklyn.

En su larga carrera en la Gran Carpa dejó un saldo de 194 salidas victoriosas –hay fuentes que señalan 193- y sucumbió en 179, con un formidable promedio de carreras de 3.24 y   26 blanqueadas.

A seis décadas de su deceso todaví­a conserva un espacio entre los serpentineros latinoamericanos más exitosos en las Mayores, ubicándose sexto en una lista que encabeza el nicaragí¼ense Dennis Martí­nez con 245 sonrisas y segundo entre los cubanos, únicamente antecedido por Luis Tiant Jr., que sumó 229.

Aunque con menos fuerza que en el caso de Tiant, no son pocos los que consideran que Luque debí­a tener un lugar en el Salón de la Fama en Cooperstown. Alrededor de ocho ocasiones fue incluido en las boletas para entrar en ese sitio, pero siempre le cerraron las puertas, cosa que no sucedió en Cuba, México y en la galerí­a de los Rojos de Cincinnati, donde si lo elevaron a la inmortalidad.

De Luque vale decir que fue una especie de abre caminos para los lanzadores latinoamericanos en las Grandes Ligas, pues resultó el primero de la región que debutó en el Big Show y, entre otras cosas, el primero en apuntarse una victoria, propinar un ponche, rubricar una lechada, liderar los casilleros de ganados y perdidos y promedio de carreras limpias en una temporada y ganar un juego en una serie mundial.

Esto último ocurrió el sábado 7 de octubre de 1933. Luque, que ya contaba 43 años de edad lo consideró el momento más emocionante que experimentó dentro de un terreno de béisbol.

Los Gigantes de Nueva York exhibí­an balance de tres triunfos en los cuatro partidos celebrados y solo necesitaban un éxito frente a los Senadores de Washington para coronarse campeones.

A la altura del sexto capí­tulo los representantes de la capital estadounidense igualaron el marcador a tres carreras gracias a un bambinazo del patrullero central Fred Schulte con dos a bordo, que obligó a coger el camino de las duchas al abridor Hal Schumacher.

El manager de los Gigantes, Bill Terry, envió a la lomita del Griffith Stadium a Adolfo Luque, quien redondeó tres escones sin mayores complicaciones.

En la parte alta del décimo episodio Melvin Ott adelantó en la pizarra a los Gigantes con un cuadrangular que parecí­a suficiente para Luque. Sin embargo, en el cierre de la entrada los Senadores dieron señales de vida, colocando dos hombres sobre las almohadillas con un par de outs. En la caja de bateo listo para empuñar se encontraba el zurdo Joe Kuhel, entonces Bill Terry salió de la cueva dispuesto a sustituir al corajudo monticulista.

Sin darle prácticamente tiempo a que hablara, Luque le dijo más o menos así­ a su mentor: «No me quites Bill, yo poncho a ese hombre y la Serie va a terminar ».

El apodado Habana Perfecto contarí­a después: «No es costumbre que la voluntad de un pelotero se sobreponga al criterio del manager, pero yo le hablé con tanta seguridad, que me dejó en la lomita. Recuerdo que al voltear la espalda para regresar a la cueva me dijo: «Okey Dolph, confí­o en usted. »

Luque no hizo quedar mal a Terry. Con tres lanzamientos liquidó por la ví­a de los strikes a Kubel. Los Gigantes conquistaron la corona y el famoso Papá Montero se convirtió en el primer pelotero cubano y latinoamericano en hacerse de dos anillos de series mundiales, pues en 1919 habí­a logrado uno con los Rojos de Cincinnati en el   clásico otoñal en que varios peloteros de los Medias Blancas de Chicago fueron sancionados de por vida al haber apostado y vendido juegos de su equipo.

Por cierto que con el Cincinnati registró el estelar serpentinero habanero posiblemente la mejor temporada de un lanzador cubano en Grandes Ligas, al encabezar los departamentos de victorias con 27 –la mayor cantidad de un tirador latinoamericano- ante 8 derrotas y el promedio de efectividad con 1.93, curiosamente un año después de haber sido el máximo perdedor de la Liga Nacional con 23 descalabros.

En 1925 con promedio de 2.63 obtuvo por segunda vez el liderato de carreras limpias este excepcional monticulista, batallador en el box; inconforme y rebelde dentro y fuera del terreno, que honra con su nombre el salón principal del estadio Latinoamericano y sobre quien un cronista escribió: «Posee el brazo de Hércules y el corazón de una fiera ».

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